En el borde de la cama, el protagonista se sentaba, atrapado en la infinitud del tiempo. Sus pensamientos, como demonios invisibles, revoloteaban a su alrededor, sin darle ningún respiro. Los recuerdos del pasado, de aquellos momentos en los que aún creía en la felicidad, presionaban su conciencia como una pesada piedra. Intentar concentrarse en el presente resultaba inútil, pues las imágenes de su rostro, su risa, sus ojos brillantes siempre regresaban, como fantasmas que no le daban paz.
Recordaba la primera vez que oyó hablar de ella, cómo el capataz bromeaba, y cómo esa broma se convirtió en el inicio de su abismo. Cada risa de sus amigos, cada frase en tono de burla se transformaba en un recordatorio de que nunca podría estar con ella. Intentó explicar a sus amigos que no era solo un chiste, que sus sentimientos eran reales, pero ellos solo se reían, sin comprender la profundidad de su sufrimiento.
Esta lucha interna se intensificaba cada vez más. Buscaba maneras de lidiar con esos recuerdos: escribía en su diario, pintaba, incluso jugaba al póker, esperando que eso lo ayudara a olvidar. Pero cada intento solo profundizaba su soledad. Comprendió que no podía escapar de sus pensamientos y que esos demonios del pasado se habían convertido en parte de su vida.
Cada vez que cerraba los ojos, aparecía la misma imagen: ella, sonriente y feliz, y él, solo y desorientado. ¿Por qué no pudo acercarse a ella? ¿Por qué no expresó sus sentimientos? Estas preguntas, como espinas, estaban siempre presentes, sin darle paz. Sentía cómo su corazón se contraía de dolor, y cómo ese dolor se transformaba en miedo: miedo a perderla para siempre, miedo a quedarse solo.
La lucha interna del protagonista se agravaba cuando comprendía que sus sueños sobre la chica no solo eran una carga, sino también su único salvavidas. Intentaba encontrar paz en su corazón, pero era más difícil de lo que imaginaba. Cada día traía nuevos desafíos, nuevos recuerdos que lo devolvían al abismo de la soledad.
A menudo recordaba cómo sus amigos se reían de él cuando intentaba contarles sus sentimientos. Esa risa, que antes parecía inocente, ahora se había vuelto una pesada carga. Sentía que no podían entender su sufrimiento, que sus bromas solo aumentaban su aislamiento. Deseaba que alguien, aunque solo uno, comprendiera que sus sentimientos no eran simples sueños infantiles, sino experiencias profundas que habían invadido su vida.
El protagonista buscaba una salida, nuevas formas de lidiar con esos recuerdos. Comenzó a practicar deporte, esperando que la actividad física lo ayudara a liberarse del peso del pasado. Pero incluso durante los entrenamientos, sus pensamientos regresaban a ella. Sentía cómo su corazón se llenaba de deseo, pero al mismo tiempo de miedo al rechazo. Esta lucha entre el deseo y el miedo se intensificaba, llevándolo a nuevas experiencias emocionales.
Finalmente, el protagonista comprende que su lucha interna no es solo un intento de liberarse de los recuerdos, sino un camino hacia la autoaceptación. Empieza a entender que no puede cambiar el pasado, pero sí aprender a vivir con él. Este proceso se convierte en un paso importante hacia la recuperación, aunque el camino hacia la paz en su corazón todavía sea largo y espinoso.