Los Sindoni esperaban otro bebé, pero esta vez no todo iba tan bien como se esperaba. Enma tenía preeclampsia, por lo que debían ir a la clínica lo más pronto posible. Así que decidieron hablar con sus padres para que se llevaran a Alan con ellos unos días, hasta que naciera el bebé. Era otro varón, y le pondrían por nombre: Matías.
Alan estaba en casa de sus abuelos, y estando allí, el abuelo Juan se percató de que el niño estaba malcriado. No era colaborador, ni educado. En un momento, mientras veía su serie favorita, Alan le gritó a la señora de servicio:
—¡Búscame agua!
Juan, que observaba desde el comedor, frunció el ceño. Aunque Alan tenía muchas habilidades, le faltaban modales. No sabía decir "por favor", mucho menos daba las gracias.
Más tarde, el abuelo decidió llevarlo a comer helado y conversar con él en un entorno más agradable. Al verlo saborear su helado favorito, Juan lo miró con calma y le dijo:
—Alan, tu comportamiento no es el más adecuado.
Alan levantó la mirada, con el helado aún en la boca, y preguntó:
—¿Por qué, abuelo? ¿Qué hice mal?
Juan se acomodó en la silla, con tono paciente:
—No es que hiciste algo malo, hijo. Pero al tratar con Rosa, la señora de servicio, no fuiste educado. No pediste por favor, tampoco fuiste considerado. Si ella está ocupada, debes levantarte tú mismo a buscar tu agua, es algo que puedes hacer.
Alan frunció el ceño, confundido:
—¿Pero por qué está mal que se lo pida a ella? Mi mamá dice que para eso se les paga.
Juan suspiró, con una mezcla de tristeza y sabiduría en la voz:
—Sí, hijo, se les paga para que hagan un servicio. Pero aun así merecen respeto, como todas las personas, sin importar qué clase de trabajo hagan. Todos, al final, somos iguales. Solo que algunos hemos nacido con suerte.
Juan lo decía porque no siempre fue rico. Su propia madre había trabajado como doméstica. Cuando hablaba de suerte, recordaba a esa mujer que trabajaba largas horas para darle lo mejor, para pagarle sus estudios, aunque eso significara muchos sacrificios. Gracias a ella, logró tener una carrera prestigiosa.
Alan no hizo ningún gesto en su cara. Era como si estuviera asimilando lo que acababa de escuchar. Juan lo observó en silencio, sin saber si se había explicado bien.
Lejos estaban los dos de imaginar que la vida se encargaría de darle esa lección… y asegurarse de que la aprendiera.
Pasaron los días, y Alan volvió a casa. Ahora había alguien más. Ansioso por conocerlo, salió corriendo al cuarto de Matías. Al llegar a la puerta, entró lentamente hasta llegar a la cuna. Se quedó mirando por un buen rato. Ese era su hermanito.
«Pero qué pequeño eres», pensó. «Voy a tener que cuidarte mucho.»
Los días seguían pasando, y un aire tenso empezó a sentirse en casa de los Sindoni. Las discusiones entre papá y mamá eran cada vez más frecuentes. Ya no se hablaban con amor. Aunque trataran de disimular delante de Alan y los demás, pero ya todos se daban cuenta.
Enma estaba en depresión posparto. Aunque no era su primer parto, las cosas no eran igual que la primera vez. Decidió no empezar a trabajar. Se tomaría un año de descanso, para pasar más tiempo con los niños. Tal vez así mejoraría su estado de ánimo.
Quería empezar lo más pronto posible a ir al gimnasio. No tenía deseos de ver a nadie, ni de salir de casa. Siempre con el cabello recogido, a veces pasaba rato mirándose en el espejo. Medía su cintura, y ya no era tan pequeña como antes. En su abdomen, las estrías habían aparecido, a pesar de las cremas costosas que usó. Sus senos no estaban firmes. Ya no estaba en sus veinte. Ahora cumpliría treinta y siete, y recuperarse de un embarazo requería más tiempo.
Con todo en casa, solo añoraba la atención de su esposo. Pero Emilio estaba cada día más distante. No era que no la amara, solo que la rutina había apagado la pasión. Y junto con ella, el brillo de sus ojos al mirarla. Los gestos de cariño eran cada vez menos frecuentes. Sus conversaciones solo giraban en torno a los niños y los gastos de casa.
Un día, unos amigos de Emilio los invitaron a una cena. Enma quería ir lo más arreglada posible. Fue al salón de belleza, buscó el mejor vestido, y no olvidó la faja bien apretada.
Ya estando en la cena, la conversación era muy agradable. Pero entonces Emilio se distrajo. Sus ojos seguían algo. Enma, al darse cuenta, giró la cabeza con un impulso, queriendo saber qué lo distraía tanto.
Para su sorpresa, era una pareja joven. La mujer era preciosa, vestía con ropa muy atractiva. Cuando todos en la mesa se dieron cuenta del porqué Emilio se distrajo, guardaron silencio.
Enma no dijo nada. Solo tomó un trago de agua. 
Y en su corazón… lloró.