Desigual. Donde se rompe el alma

Dulce amor

Llegó el día en que Camila volvería de Francia. Alan estaba muy emocionado. Compró ropa nueva —tenía muy buen gusto para vestir, y con dinero no era difícil hacerlo— y se mandó a cortar el cabello.

Ese día se arregló con esmero, se puso el perfume que siempre usaba y fue al aeropuerto en su carro. Llegó demasiado temprano, y la espera lo desesperaba. Caminaba de un lado a otro, hasta que de lejos la vio…

Camila venía con ropa comprada en Francia, toda elegante. Nada estaba al descuido; hasta sus maletas se veían de lujo. Había aprendido algo del idioma francés, así que lo saludó en ese idioma, con una sonrisa tímida. Había cambiado un poco: unos reflejos en el cabello le daban un brillo especial.

Cuando se encontraron, se abrazaron con fuerza, alegres de volver a estar juntos. Ella, tierna, le entregó un regalo: un reloj de la mejor marca. Después de dejar las maletas en casa, se fueron todos —la familia y Alan, por supuesto— a cenar en el restaurante más caro.

Pronto tenían que empezar a estudiar. Alan decidió ser como su padre: estudiar medicina y luego especializarse en cardiología. Camila eligió ingeniería química.

Los días pasaban, y Camila y Alan se hacían cada vez más cercanos. Los encuentros con sus excompañeros eran frecuentes. Escogían los lugares más bellos para reunirse, o se encontraban en la casa de alguno.

Un día, Camila fue a la casa de los Sindoni. Todos habían quedado en verse allí. Pero sucedió que Matías, el hermano de Alan, tenía fiebre alta. La niñera había hecho de todo para bajarla, sin éxito. Emilio pidió que lo llevaran a la clínica, donde Enma lo esperaba. Así, Alan y Camila quedaron solos. Santiago, Lian e Isabela cancelaron por imprevistos.

Sin nada más que hacer, se pusieron a ver una película. Pero las hormonas hicieron de las suyas. De un beso pasaron a otro, sin parar. La inocencia cedió paso a las caricias. Si estaba bien o mal, en ese momento no importaba. Pasaron de la pena al deseo. Sus cuerpos temblaban, descubriendo juntos el arte de amar. Luego, con algo de miedo a ser descubiertos, decidieron salir a pasear. Después de aquella ocasión, al encontrarse buscaban momentos para estar solos. Los encuentros íntimos se hicieron más frecuentes.

Pasaron unos meses. Un día, Camila comenzó a sentirse mal. Por las mañanas tenía náuseas y vómitos. Asustada, le dijo a Alan:

—Aunque me estoy cuidando con pastillas… creo que estoy embarazada.

Alan la miró con los ojos abiertos, nervioso. Ella pensaba en cómo se lo diría a sus padres, quienes le habían dado tanta confianza. Alan pensaba en que se haría cargo de ella y del bebé. Asustados, decidieron hacerle un examen de embarazo.

El resultado: Negativo.

Con preocupación, se preguntaban qué tenía. Decidieron hablar con sus padres sobre los mareos y el malestar. Los padres de Camila la llevaron al especialista. Era la más pequeña de tres hermanos. El doctor ordenó exámenes: resonancia magnética y tomografía computarizada. Los resultados fueron devastadores:

Un tumor cerebral.

El shock fue inmediato. Aún asimilaban la noticia cuando el doctor dijo que debía hacerse más estudios, entre ellos una biopsia. El resultado fue una palabra que nadie quiere escuchar:

Cáncer.

Los ánimos se desplomaron. Los padres de Camila pensaron en buscar a los mejores médicos especialistas. Con esperanza, creían que todo saldría bien. Pero los síntomas empeoraban cada día. Por la ubicación del tumor, antes de la operación debía recibir quimioterapias. La trataron en la clínica más reconocida de la ciudad.

En casa casi no recibía visitas, pero a Alan le permitían verla todos los días. Él se quedaba mucho tiempo junto a ella. Le contaba chistes, la animaba, le daba la comida en la boca, veían películas. Aunque estaba pálida y cansada, él le repetía:

—Eres la más bella, Camila. Siempre lo serás.

Al terminar las sesiones de quimioterapia, repitieron los exámenes. Los resultados fueron desfavorables. Las células cancerígenas seguían presentes. Y apareció otra palabra que hiela más que “cáncer”:

Metástasis.

Al oírla, todos lloraron.

—No puede ser… —decían—. ¿Cómo es posible? Tan joven, tan bella, con la vida por delante…

El padre prometió traer especialistas de otros países, pagar lo que fuera por su niña. Pero la muerte no se deja sobornar. No conoce de apellidos ni de cuentas bancarias. Es injusta y mezquina, y a veces arrebata sin dar tiempo.

Los médicos recomendaron cambiar el tipo de quimio. Pero después de una sola sesión, el daño fue mucho. Su salud empeoró. Ya no había esperanza.

Alan, su familia y amigos estaban allí. La situación era crítica. No permitían que nadie entrara a verla, solo los padres. Pero Camila pidió ver a Alan. Lo llamaron. Él no sentía las piernas. Todo parecía una pesadilla. Al llegar frente a la puerta, se detuvo. Se limpió las lágrimas. Suspiró profundo, tratando de aguantar el llanto para darle su mejor sonrisa. Al entrar, la miró con los ojos llenos de amor. Se acercó, besó sus manos y le sonrió.

Aunque no le habían dicho nada del diagnóstico, Camila sabía que no estaría mucho tiempo. Su cuerpo se lo decía. Sus padres lo ocultaban, pero sus rostros tristes los delataban. Ella se negaba a dormir. Sabía que podía no despertar.

Alan la tomó en sus brazos. La llevó al balcón. Se sentó junto a ella. Camila posó su cabeza en su hombro. Él la abrazó por la cintura. Señaló las estrellas.

—Ponles nombre conmigo —le dijo, con voz temblorosa.

Camila sonrió débilmente. Señaló una estrella.

—Esa se llama “Esperanza” —susurró.

Alan señaló otra.

—Y esa… “Nuestro secreto”.

Se reían de los nombres raros que inventaban. Hasta que ella no respondió más. En un silencio tormentoso, Alan entendió que se había ido.

La tomó otra vez en sus brazos. La llevó a la cama. Sus lágrimas caían sin parar. La acostó con ternura, le arregló el cabello. La madre de Camila comenzó a gritar, abrazándola con todas sus fuerzas. Afuera, todos sabían lo que pasaba. Lloraban desconsolados.




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