Desordenados: entre el rencor y el deseo

2.

Capítulo 2: el polvo bajo tus pies

Louise se quitó la harina del cabello con dignidad, aunque sentía que tenía todo el aspecto de una gallina desplumada. Alejandro, por su parte, seguía sonriendo con esa mezcla de arrogancia y burla que la hacía hervir de rabia.

—Espero que tu casa esté bien asegurada, Von Bremen —dijo, sacudiendo los restos de polvo de su blusa—. Porque un día de estos, esas gemelas van a hacerla explotar.

—Lo tendré en cuenta —respondía él con una calma irritante.

Las gemelas, testigos y cómplices de la escena, se reían con descaro. Emma tomó una escoba y se la ofreció con un gesto condescendiente.

—Vamos, bruja. A limpiar.

Louise la fulminó con la mirada.

—Vamos, engendro. A portarte bien.

Las niñas soltaban risitas ahogadas mientras corrían por la casa, dejando un rastro de desastre a su paso. Louise exhaló, pasándose una mano por la cara. No iba a dejar que Alejandro ganara esta partida. No hoy.

Se dirigía a la cocina cuando una idea cruzó su mente como un rayo. Se giró hacia Alejandro con una sonrisa ladina.

—Sabes, me sorprende que, a pesar de lo presumido que eres, no seas capaz de mantener tu propia casa limpia.

Alejandro arqueó una ceja.

—Soy un hombre ocupado. No todos tenemos el lujo de dedicar nuestro tiempo a redes sociales y escándalos.

Louise apretó los dientes. Golpe bajo.

—Y sin embargo, aquí estás, necesitando mi ayuda —replicó con suficiencia.

—Ayuda es una palabra generosa para lo que estás haciendo.

Louise ignoró su comentario y se puso manos a la obra. Se ató el cabello en un moño desordenado y comenzó a limpiar la cocina, asegurándose de hacer el mayor ruido posible con los platos para fastidiarlo. Alejandro, por supuesto, no se quedó atrás. Se sentó en un taburete y cruzó los brazos, observándola trabajar con una sonrisita molesta.

—Te ves adorable con ese delantal —comentó con sorna.

Louise no se molestó en mirarlo.

—Y tú te ves igual de insoportable que siempre.

Las gemelas aparecieron de nuevo, ahora con globos de agua en las manos.

—No se atreven… —empezó Louise, pero no terminó la frase porque, en un abrir y cerrar de ojos, el agua helada le cayó encima.

Se quedó helada, tiritando, mientras Alejandro soltabó una carcajada profunda y gutural. Louise parpadeó y, sin decir una palabra, se quitó la blusa empapada, quedando solo en su ajustada camiseta de tirantes. La risa de Alejandro se interrumpió de golpe.

—Ni una palabra —advirtió Louise, fulminándolo con la mirada.

Alejandro, sin embargo, la recorrió con los ojos con una lentitud exasperante, hasta que sus miradas chocaron. La tensión en la cocina se volvió sofocante.

Las gemelas se miraron y supieron que era el momento de retirarse.

—Nos vamos a ver dibujos.

—Hacen bien —murmuró Louise.

Cuando se quedaron solos, Alejandro se levantó del taburete y avanzó un paso. Louise, en un instinto traicionero, también lo hizo.

—Sigues tan orgullosa como siempre —comentó él en voz baja.

—Y tú sigues siendo un quejica, regordete, llorón que no sabe pronunciar bien la r. Aunque ahora te veas como un Adonis e intentes intimidarme.

Alejandro inclinó la cabeza y Louise sintió su estómago encogerse. Su cercanía era peligrosa. Demasiado. Y su mirada azul intensa la dejaba sin aire.

—no lo intento, lo he logrado. Mira como te tengo, acorralada, insultándome con lo único que encuentras: mis defectos del pasado.

Louise sonrió con arrogancia.

—No me haces perder el control, Von Bremen. Podré estar ahora limpiando tu casa pero siempre seré esa estrella inalcanzable en tu cielo.

Alejandro se inclinó mínimamente, su rostro a escasos centímetros del de ella.

—Estrellada. No hay nada en tí que me interesé. Eres una influecer fracasada, una feminista silenciada, una mujer vacía consumida por su propia vanidad.

Louise apretó los dientes, estaba preparada para refutar. Pero un ruido en la sala los interrumpió. Louise se apartó como si la hubieran quemado. Alejandro resopló y se pasó una mano por el cabello.

—Bien. Ya que no te irás, al menos hazlo bien. Tengo que salir en un par de horas, así que asegúrate de que el lugar quede impecable.

Louise entrecerró los ojos.

—Con mucho gusto, señor Von Bremen.— contestó con sarcasmo.

—No me llames así.— el agregó

—Claro, señor Von Bremen.

—Louise… —su tono fue una advertencia.

—Tranquilo, Von Bremen. No me haría gracia verte perder el control. Ya comprobé que eres hiriente, has aprendido.

—De ti, de la mejor.

—Ponte sal en esa herida, ya superarme regordete.

Le guiñó un ojo y salió de la cocina, dejándolo con el ceño fruncido y la mandíbula apretada.




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