Desordenados: entre el rencor y el deseo

31

Capitulo 31: Las cartas, un primer tiempo en el banquillo.

Louise llegó a la casa, totalmente alterada por la mentira bien edificada de las gemelas. Apenas la puerta se abrió, las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos, y lo primero que hizo fue correr hacia adentro.

—¿Dónde está? —preguntó entre sollozos, sin tomarse el tiempo de procesar nada más.

Rosa, que estaba en la entrada, trató de explicarle, pero Louise la ignoró por completo, avanzando rápidamente hacia la cocina. En ese instante, Alejandro apareció en el umbral, con una expresión preocupada, pero al verla, no pudo evitar soltar una pequeña sonrisa, aunque seguía tenso.

—Louise, yo... no sabía, lo juro, soy inocente —dijo, levantando las manos en señal de desesperación, como si tratara de defenderse de un crimen que no había cometido.

Pero Louise ni siquiera lo escuchaba. Lo único que pudo hacer fue lanzarse hacia él, abrazarlo con fuerza mientras las lágrimas seguían corriendo por su rostro.

Alejandro, sorprendido, la abrazó también, cerrando los ojos un momento, como si quisiera memorizar la sensación.

—Estoy bien, Louise, tranquilízate. Fue una broma de mal gusto de las gemelas —le dijo con suavidad.

Louise se separó bruscamente de él, como si acabara de despertar de un trance emocional. Su mirada se fijó en las gemelas, que la observaban desde el umbral de la cocina con caras de culpa y miedo.

—¡¿Qué diablos pensaron que estaban haciendo?! —exclamó, furiosa, avanzando hacia ellas. Las gemelas se encogieron de hombros, pero Louise no se dejó engañar—. ¡Me hicieron venir de Cuenca como si fuera parte de una película de acción! ¡Casi choco el coche de mi madre en el camino! ¡¿Y todo para qué?! ¡Para que me mintieran que Alejandro se había roto el pie y no jugaría más al fútbol?!

Las gemelas, con los ojos vidriosos, comenzaron a llorar a mares, mirando a Louise con una mezcla de tristeza y desesperación.

—¡Nos dejaste! —dijeron al unísono, con voces que sonaban como si acabaran de perderlo todo—. ¡Nos dejaste como si fuéramos un par de zapatos viejos y olvidados! ¡Solo pensaste en Alejandro! ¡¿Qué pasa con nosotras?! ¡¿No nos quieres?!

Louise sintió que algo dentro de ella se encogía. Respiró hondo, tratando de calmarse, aunque el dolor y la frustración seguían presentes.

—Claro que las quiero, ¿cómo pueden pensar lo contrario? —susurró, agachándose hasta quedar a su altura—. Pensé que estaban bien... que no me necesitaban tanto...

—¡Pero sí te necesitamos! —protestó Emma, limpiándose la cara con las mangas del suéter—. Y encima, Sofía también nos dejó...

Louise frunció el ceño.

—¿Sofía? ¿Se fue?

—¡Sí! —Leni asintió con furia—. ¡Nos abandonó!

Rosa, que había estado observando la escena con paciencia, suspiró con un toque de diversión.

—Yo siempre les dije que no se encariñaran tanto. Las niñeras vienen y van...

Louise sintió una mezcla de culpa y ternura mientras observaba a sus hermanas. Suspiró, atrapada entre la rabia por la mentira y el amor que sentía por ellas.

—Está bien —dijo al fin, en un tono más suave—. Vamos a hablar, pero primero, vamos a calmarnos.

Las gemelas se miraron entre sí y luego a Louise, con los ojos rojos e hinchados.

—¿Entonces te quedas?

Louise esbozó una pequeña sonrisa y asintió.

—Sí, me quedo. Pero no más mentiras, ¿entendido?

Las gemelas asintieron con energía, corriendo a abrazarla como si temieran que desapareciera otra vez.

Alejandro, que hasta ese momento había permanecido en silencio, cruzado de brazos, sonrió con cariño mientras observaba la escena. Al final, todo se reducía a eso: amor. Sin palabras rebuscadas, sin promesas vacías. Solo amor.

Alejandro, viendo que el ambiente se había relajado un poco después del drama de las gemelas y la pizza, decidió que era su oportunidad perfecta para desaparecer sin ser notado. Sabía que Louise y él tenían una conversación pendiente, pero no quería presionarla ni arruinar el momento. Así que, con la mayor discreción posible, empezó a moverse hacia la salida, casi que de puntillas, como un ladrón en plena huida.

Justo cuando estaba a punto de cruzar el umbral de la puerta, una voz llena de autoridad y puro enojo lo hizo detenerse en seco:

—¿A dónde vas tú, idiota?

Alejandro sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Se giró lentamente, encontrándose con la mirada fulminante de Louise. Tragó saliva y levantó las manos en señal de paz.

—A vestirme… Tengo que irme a entrenar —respondió con inseguridad, como si estuviera justificando un crimen.

Louise entrecerró los ojos, analizando cada centímetro de su expresión culpable.

—Ajá… ¿Y pensaste que podías escabullirte como un ninja y yo no me daría cuenta?

—Lo intenté —admitió Alejandro con una media sonrisa—. Pero, claramente, subestimé tu sentido arácnido.

—No es sentido arácnido, es que eres un desastre desapareciendo. Pareces un ladrón con zapatos de tacón —se burló Louise, cruzándose de brazos.

Alejandro suspiró, sabiendo que estaba atrapado.

—Solo quería darte espacio… No quiero que pienses que vine a fastidiarte o a presionarte.

Louise lo miró por un momento, y aunque todavía sentía algo de rabia, también le divertía verlo así, tan torpe y nervioso.

—¿Darme espacio? Alejandro, hace cuatro días que no nos vemos, y lo primero que haces cuando llego es intentar huir como si yo fuera a lanzarte un cuchillo.

Alejandro se encogió de hombros.

—No subestimemos la posibilidad de que lo hagas. Nunca se sabe contigo.

Louise soltó un suspiro teatral.

—Tienes razón, si tuviera un cuchillo a la mano, te lo lanzaría en la pierna.

—¿Para que combine con la que se supone que tengo rota? —bromeó Alejandro, alzando una ceja.

Louise resopló, pero no pudo evitar sonreír.

—Exacto. Para que al menos la mentira de las gemelas tenga algo de verdad.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.