Desordenados: entre el rencor y el deseo

32.

Capitulo 32: El gol que cambio todo.

El segundo tiempo comenzó con un aire electrizante de incertidumbre. El estadio del Atlético de Madrid, sumido en la desesperanza durante el descanso, reaccionó con incredulidad al ver a Alejandro Von Bremen pisando el césped. La multitud se levantó como una sola ola, incapaz de creer lo que veía. El comentarista no tardó en soltar lo que todos pensaban.
—¡Increíble! —exclamó con voz quebrada—. ¡Alejandro Von Bremen entra en sustitución de Tony en este segundo tiempo! Tras la sanción que lo dejó fuera de la titularidad, el entrenador ha decidido arriesgarlo todo. Este es su último intento por cambiar el destino de la final.
Las cámaras enfocaron rápidamente al banquillo del Real Madrid, donde jugadores y técnicos intercambiaban miradas de asombro. Nadie había anticipado la aparición de Von Bremen. Su presencia en el campo era un factor impredecible, una chispa capaz de encender la llama de la esperanza en el Atlético.
El árbitro pitó, y la guerra comenzó. Alejandro, con el corazón palpitando en su pecho, se posicionó en el centro del campo, su mente a mil por hora, su cuerpo listo para derramar cada gota de sudor. En apenas cinco minutos, la oportunidad llegó. Un pase perfecto de David lo dejó cara a cara con el arquero. El balón parecía danzar a sus pies, y sin pensarlo, remató con una potencia y precisión letales. El esférico surcó el aire con un destino ineludible.
—¡GOOOOL DE ALEJANDRO VON BREMEN! —rugía el comentarista con una explosión de adrenalina—. ¡El Atlético empata la final con un golazo impresionante de su estrella inesperada!
El estadio se vino abajo. Gritos, vítores, aplausos, todos fusionados en un clamor ensordecedor. A kilómetros de distancia, en una casa iluminada solo por la luz de la televisión, Louise se tapó la boca con las manos, sintiendo cómo las lágrimas inundaban sus ojos.
—¡Lo hizo! ¡Lo hizo! —sollozó, incapaz de controlar la marea de emociones que la invadía.
Las gemelas, abrazadas a Rosa y saltando de un lado a otro, comenzaron a gritar al unísono, sus voces llenas de euforia.
—¡Nuestro hermano es un héroe! —exclamó una de ellas, mientras la otra agitaba un cojín como si fuera una bandera de guerra.
Louise, cubierta de lágrimas y risas nerviosas, no podía dejar de mirar la pantalla. Su Alejandro brillaba como nunca antes, demostrando al mundo que la esperanza no se pierde hasta el último segundo.
En el campo, el empate llevó el partido a tiempo extra. Cada minuto era una batalla visceral, cada pase, cada movimiento, estaba marcado por la presión del momento. El Real Madrid atacaba con furia, pero el Atlético resistía con uñas y dientes. Alejandro, agotado hasta los huesos, no pensaba en rendirse. Entonces, cuando quedaba menos de un minuto para el pitido final, ocurrió la jugada que definiría todo.
Recibió el balón en la frontal del área, el corazón en la garganta. Un defensor lo marcó de cerca, pero él no titubeó. Burló a su oponente con un regate letal, y justo cuando se preparaba para disparar, un empujón brutal lo derribó al suelo. El silbato sonó con la fuerza de un trueno.
—¡Falta sobre Von Bremen en la entrada del área! —anunció el comentarista, su voz cargada de expectación—. ¡Esta podría ser la última jugada del partido!
El estadio guardó un silencio sepulcral. Alejandro, entre jadeos y con la adrenalina recorriéndole las venas, se levantó. Colocó el balón con precisión, su mirada fija en el arco. Respiró hondo. El tiempo parecía haberse detenido. Sin más, pateó con toda su fuerza, enviando el balón al aire con un efecto mortal. Justo antes de que el arquero pudiera reaccionar, David saltó, desafiante, y con un cabezazo impecable, envió el balón al fondo de la red.
—¡GOOOOL DEL ATLÉTICO DE MADRID! —rugó el comentarista, su voz quebrada por la emoción—. ¡DAVID CABECEA EL TIRO DE ALEJANDRO Y LOS ROJIBLANCOS SE CORONAN CAMPEONES!
El estadio estalló en júbilo, un rugido ensordecedor que parecía sacudir los cimientos del mundo. Los jugadores del Atlético corrieron hacia David, se abrazaron, se dejaron llevar por el éxtasis. Alejandro cayó de rodillas, incapaz de creer lo que acababa de suceder. David, el hombre del partido, corrió hacia él, lo levantó del suelo y lo abrazó con fuerza.
—¡Lo logramos, hermano! —gritó David, su voz temblando de emoción.
La celebración fue pura locura. Entre saltos, abrazos y gritos, el Atlético había alcanzado la gloria. En la rueda de prensa, todos querían entrevistar a Alejandro. Pero cuando le acercaron el micrófono, él, con una sonrisa humilde, levantó la mano y señaló a David.
—El hombre del partido es David —dijo con firmeza, su voz resonando en cada rincón del estadio—. Él marcó el gol de la victoria, él nos hizo campeones. Nadie merece más este reconocimiento que él.
El entrenador se acercó a Alejandro, le dio una palmada en la espalda y le susurró con orgullo:
—Siempre creí en ti, Von Bremen. Siempre supe que harías algo grande.
Alejandro, con los ojos brillando de emoción, asintió. Habían ganado. Y en ese momento, bajo las luces del estadio, supo que cada sacrificio había valido la pena.
En el vestuario del Atlético de Madrid, el aire estaba cargado de euforia. Los jugadores cantaban, reían y saltaban, todavía embriagados por la victoria. El trofeo estaba en su vestidor, las cervezas volaban y todos coreaban la canción del Atleti a todo pulmón.
—¡Campeones, campeones, oe, oe, oe! —gritó David, subido en un banco, agitando una toalla como si fuera una bandera.
En medio del jolgorio, alguien preguntó en voz alta:
—Oye, Alejandro, ¿y Louise? ¿Cómo es que no vino al partido?
De inmediato, varias miradas se giraron hacia él con curiosidad. Alejandro, que se secaba el sudor con una toalla, alzó una ceja con fastidio.
—Está en casa con las gemelas y con Rosa —respondió con naturalidad, sin notar las sonrisas maliciosas de sus compañeros.
David entrecerró los ojos con sospecha y, sin previo aviso, sacó su teléfono.
—A ver si es cierto —murmuró con una sonrisilla y marcó una videollamada.
—David, no—, intentó advertir Alejandro, pero ya era tarde. En la pantalla apareció Louise, despeinada y con las mejillas aún húmedas por las lágrimas de emoción.
—¡LOUISE! —exclamaron todos al unísono, y antes de que ella pudiera reaccionar, rompieron a cantar la canción del Atleti en broma.
—¡Alé, alé, alé, Atleti alé! —entonaron con risas y aplausos, esperando fastidiarla por su pasado madridista.
Pero lo que no esperaban era verla con la camiseta rojiblanca puesta.
—¡¿QUÉ?! —David se llevó una mano al pecho, fingiendo un infarto—. ¡Nos engañaste todo este tiempo!
Louise rodó los ojos y se cruzó de brazos.
—Cállate, David —replicó con fingida molestia—. Si soy del Atleti es porque mi novio es su estrella.
Los jugadores abuchearon en broma, riéndose a carcajadas. Alejandro aprovechó la distracción y le arrebató el teléfono a David.
—¡Ya basta, idiotas! —gruñó mientras se alejaba del bullicio, buscando un rincón más tranquilo.
Louise sonrió cuando lo vio en pantalla, aún con la adrenalina en los ojos y el cabello desordenado por el partido.
—Felicidades —le dijo con suavidad—. Sabía que lo lograrías.
Alejandro sonrió con arrogancia.
—Claro, si soy el mejor.
Louise chasqueó la lengua.
—Siempre tan humilde…
—¿Me estás reclamando algo, princesa? —preguntó él, con esa voz ronca que siempre la desarmaba—. Porque puedo hacerte callar de varias maneras.
Louise arqueó una ceja, divertida.
—¿Ah, sí? ¿Cómo cuáles?
—Te las demostraré cuando llegue a casa —murmuró él con una sonrisa torcida—. Aunque claro, después de semejante confesión en público, quizá te haga rogar un poco.
Louise resopló con incredulidad.
—No tengo por qué rogarte nada. Sé que me extrañas.
Alejandro la miró con intensidad.
—¿Y tú no me extrañas a mí?
—Tal vez un poquito…
—Mentirosa —soltó él, relamiéndose los labios—. Se te nota en la mirada.
Louise bufó, pero su sonrisa la delataba.
—Deja de creerte tan irresistible, Von Bremen.
—No me creo irresistible, Louise. Sé que lo soy. Lo confirmé cuando te vi en mi camiseta —susurró, con voz traviesa.
Louise se cubrió la cara con una mano, fingiendo indignación.
—Eres insoportable.
—Y tú me amas por eso.
—No lo niego… —murmuró ella, antes de cambiar de tema de golpe—. Ahora sí puedes leer las cartas.
Alejandro parpadeó, desconcertado.
—¿Eh?
—Las cartas que te dejé —aclaró Louise—. Ya puedes abrirlas.
Alejandro suspiró y sacó el bolso donde las había guardado.
—Bien. Pero entonces, ve a mi habitación —dijo él, con tono sugerente—. Porque yo también tengo unas cartas para ti.
Louise entrecerró los ojos.
—¿Me copiaste la idea?
Él sonrió con suficiencia.
—No exactamente. Las mías son viejas… del instituto.
Louise sintió cómo el aire abandonaba sus pulmones.
—¿Qué? —preguntó, con la voz temblorosa.
—Ya sabes, cartas que nunca envié —dijo él, encogiéndose de hombros.
El corazón de Louise se aceleró.
—¿Dónde están?
—En el segundo cajón de mi escritorio —respondió Alejandro, divertido por su repentina urgencia—. ¿Por qué estás tan alterada?
Pero Louise no respondió. Ya estaba corriendo por la casa con el teléfono en la mano, siguiendo sus indicaciones. Cuando abrió el cajón y vio el pequeño fajo de cartas con su nombre en la portada, su corazón se detuvo por un instante.
Las cartas de Alejandro. Desde el instituto.
Su mundo se tambaleó.




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