La noche había caído sobre la ciudad como un velo silencioso. Desde lo alto de la torre este del castillo, Isabella contemplaba las luces titilantes de los barrios más humildes, allí donde el pueblo todavía celebraba su inesperada aparición ante el Alto Consejo. Pero su rostro no reflejaba alegría. No todavía.
Había ganado una batalla simbólica, sí. Pero la guerra apenas comenzaba.
—¿En qué piensas? —la voz de Sofía interrumpió sus pensamientos, suave pero firme, como siempre.
Isabella no se volvió inmediatamente. Dejó que el silencio se acomodara entre ellas antes de responder:
—En lo que se esconde detrás de cada aplauso. En los intereses ocultos. En el precio de la verdad.
Sofía se acercó, envolviéndola con un chal de lana gruesa.
—No puedes caminar con miedo en cada paso, Isa. No si vas a liderar.
—No es miedo —respondió Isabella finalmente—. Es cautela. Es haber vivido demasiado tiempo con la máscara puesta, y ahora no saber quién más la lleva debajo de su piel.
Suspiró. Había sentido, por primera vez en años, el latido del pueblo a su favor. Pero también había notado miradas que no celebraban su regreso, sino que lo temían. Aliados que sonreían con los labios, pero no con los ojos.
Al día siguiente, el castillo estaba inquieto. Mensajeros iban y venían, nobles murmuraban en las esquinas, y el regente... el regente había desaparecido de la vista pública.
Isabella se reunió con Héctor y Sofía en la biblioteca privada del ala oeste, un lugar polvoriento donde las palabras parecían vivir más tiempo que las personas.
—Tenemos que prepararnos para lo peor —dijo Héctor, extendiendo varios mapas sobre la mesa—. La Guardia de la Rosa aún responde al regente. Si decide usar la fuerza…
—Entonces lo enfrentaremos con la verdad —replicó Sofía, aunque sus ojos también reflejaban preocupación.
Isabella los miró, uno a uno. Era joven, sí. Pero ya no era una niña. Ya no era una pieza manipulable del tablero.
—No basta con defendernos —dijo—. Tenemos que tomar la iniciativa. Mostrarle al reino quién soy y por qué regresé. No con discursos. Con acciones.
Y entonces reveló lo que había decidido: visitaría los barrios del sur, aquellos olvidados por la nobleza, mancillados por la codicia del Consejo. Allí nació su madre. Allí empezó su historia.
Aquel mismo día partieron con una pequeña escolta. No con armaduras, no con banderas. Solo con mantos sencillos y corazones firmes.
El barrio del puerto era un laberinto de calles estrechas y aromas mezclados: sal, humo, especias y sudor. Al principio, la gente los miraba con recelo. Luego, con curiosidad. Y cuando Isabella se quitó la capucha, con asombro.
Una anciana fue la primera en acercarse.
—¿Eres tú? —susurró—. ¿La hija de Alejandra?
Isabella asintió. No con altivez, sino con respeto.
—Vengo a escuchar. A entender lo que les han quitado. Y a devolverlo.
Durante horas, caminó entre ellos. Tocó manos callosas, escuchó historias de hambre, de abusos, de sueños rotos. Cada palabra era una herida. Y cada herida, un recordatorio del deber que llevaba en la sangre.
Al caer la noche, regresaron al castillo con una certeza: la revolución no empezaría en los salones dorados, sino en el corazón del pueblo.
Esa misma noche, en un pasadizo secreto bajo la sala del trono, el regente se reunía con un hombre encapuchado. Sus voces eran apenas susurros, pero sus palabras estaban cargadas de veneno.
—Está ganando terreno. El pueblo la aclama.
—Entonces hagamos que el pueblo tema.
—¿Estás seguro?
El encapuchado se giró. Sus ojos, fríos como el acero, brillaron bajo la escasa luz de la antorcha.
—Prepáralo todo. El día de la coronación… no llegará.
Mientras tanto, Isabella dormía por primera vez en días sin pesadillas. Pero el destino ya había comenzado a escribir la siguiente página.
Y en esa página, la sangre y el fuego dejarían su marca.
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misterio, romance oscuro y traición familiar, herencia secreta y lucha de poder
Editado: 19.05.2025