Después de clases

La princesa del castillo blanco

—Camina rápido Natalia. —Una mujer joven jalaba a una pequeña niña de la mano.
Después de bajarse del bus caminaron un par de cuadras por un vasto y elegante barrio residencial, donde las enormes casas se elevaban imponentes y glamorosas en la bien pavimentada avenida. Las rejas negras que formaban graciosas figuras distraían a la pequeña. No entendía por qué aquellos atractivos castillos debían resguardar sus verdes y hermosos jardines tras barrotes. «Seguro es para que no entren los Trolls» pensó mientras intentaba que sus pequeños pasos igualasen en velocidad a la marcha de su madre.
Finalmente se detuvieron ante el más grande y majestuoso castillo de todos. Natalia nunca había visto un lugar así, más que en la televisión o en los cuentos ilustrados que cargaba en el brazo junto a un desgastado perro de peluche.
La mujer tocó el timbre y puso un semblante serio después de inhalar profundamente. La pequeña se asomó a la puerta e intentó meter su pequeña cabeza entre las rejas.
—Natalia quédate quieta —la reprendió jalándola de nuevo hacia ella.
—¿Quién es? —preguntó una voz femenina por el otro lado del comunicador.
—Estoy buscando a la señora Vanessa Ayala.
—¿Quién la busca?
—Ella no me conoce, por favor solo dígale que necesito hablarle.
La voz del otro lado se calló un momento. La mujer esperó impaciente apretando con fuerza la pequeña mano de la niña.
—Pase. —Se escuchó la voz y un ronco sonido le indicó que se había abierto la reja.
Ambas entraron hacia la elegante puerta de madera que estaba adornada con vitrales a los costados. Natalia mantenía la mirada baja, observando el sendero de piedra que se abría paso entre el verde césped. Levantó sus pequeñas piernas para subir los tres escalones que se encontraban al final del camino. Luego alzó la vista y se encontró con una joven muchacha que llevaba un uniforme negro y blanco. «Una de las doncellas del castillo», supo la pequeña.
—Pase, la señora ya baja —les avisó señalando la sala.
Natalia estuvo a punto de brincar a uno de los sillones que se veían suaves y cómodos, cuando su madre la detuvo y le ordenó pararse a su lado. Permanecieron quietas un momento hasta que una alta y rubia mujer de ojos verdes bajó por las escaleras. Natalia abrió los ojos al verla, era la mujer más hermosa que había visto nunca, sin duda era la reina del castillo. Su porte elegante y su ropa fina y pulcra eran prueba suficiente de ello.
Se aproximó a ellas dejando a propósito un espacio de dos metros. Las observó un segundo, a su lado ellas eran unas pobres campesinas.
—¿Qué es lo que desea? —preguntó un tanto desconcertada, viendo a la extraña mujer y a la pequeña de enormes ojos marrones que la miraba atónita.
—Quería hablar con usted, sobre su esposo —le respondió intentando no dejarse amedrentar.
—Y qué se supone que debas decirme sobre él —sonó altanera –. ¿Quién eres? —añadió, esta vez sonando un tanto curiosa.
—En realidad, debería preguntarme quién es ella —respondió poniendo a la pequeña delante.
La mujer rubia la miró interrogante, dándole a entender que no comprendía de qué hablaba.
—Es mi hija.
—Sí, ya me di cuenta —la interrumpió con desprecio.
—Y también es la hija de su marido.
—¡De qué diablos hablas! —espetó pasando la mirada de la niña a la mujer.
Natalia mantenía la vista fija en la hermosa reina, no escuchaba lo que hablaban, solo se impresionaba por lo suave y dorado que era su cabello. Los sonidos se perdían y apenas podía percibir el perfume de la elegante mujer. Intentaba concentrarse en él y compararlo con algún otro olor similar, pero aquella fragancia le era totalmente desconocida.
—Yo ya la crié cinco años, no tengo dinero para alimentar a dos hijos y mi esposo no tiene por qué mantener a una niña que no es suya.
—Yo tampoco tengo por qué hacerme cargo de una niña que no es mi hija.
La tensión se sentía en la habitación, aunque ambas mujeres querían gritar no lo hacían. Natalia sintió que en cualquier momento alguna estallaría. Parecían muy distraídas hablando así que se aproximó al sillón más grande, se sentó y abrió uno de sus libros de cuentos.
Recorrió cada página del libro que ya conocía de memoria, dio con la ilustración que buscaba. Una hermosa reina de largo cabello dorado como los rayos del sol se exhibía entre delicados pétalos de rosas. Pasó su dedo por encima y luego miró hacia la señora que acababa de conocer, sin duda era ella; sin embargo, no sonreía alegre como en el libro.
—Dígale que es hora de que se haga cargo de su responsabilidad. — Escuchó decir a su madre después de permanecer compenetrada en el dibujo por largo rato. Dejó el libro sobre el sillón y corrió hacia ella.
—Ten, cuídate mucho —le dijo indiferente dejándole su mochila y dándole un corto beso en la frente. Se dirigió a la puerta y la pequeña la siguió—. Quédate aquí, no me sigas. —Fue lo último que le dijo antes de salir por la puerta.
Natalia no entendía qué pasaba. ¿Cuánto debía esperar a su madre? No se lo había dicho, siempre que salía y la dejaba sola en la pequeña casa donde vivían, le avisaba a qué hora iba a volver. Volteó hacia la hermosa reina, seguro a ella se lo había dicho. Pero su porte grácil e imponente se había esfumando, ahora permanecía sentada en la escalera con un semblante de desesperación y angustia.
—¿A qué hora va a volver mi mamá? —le preguntó con inocencia.
La mujer la miró con horror y sin decirle nada volvió a subir por las escaleras, dejando a la niña sola en el vestíbulo.
Miró a su alrededor, no había nadie, se sentó en el suelo, en el mismo lugar donde se encontraba, cruzó las piernas y abrazó a su peluche. Muchas veces su madre le había dicho que en casa extraña no debía tocar nada. Todo en ese enorme lugar parecía tan fino y caro que decidió mantener sus manos lejos de cualquier objeto que pudiera romperse.
La mucama que le había abierto la puerta se aproximó a ella con curiosidad.
—¿Dónde está tu mamá? —le preguntó arrodillándose hasta su altura.
—Salió —respondió dulcemente.
La muchacha no sabía qué hacer, no le habían dado ninguna instrucción sobre la niña y no le parecía dejarla en el piso frente a las escalera. La levantó del suelo tomándola de la mano y subió con ella al segundo piso, buscando a la señora de la casa.
Se aproximó a la puerta de la habitación principal y tocó.
—Señora Vanessa —llamó pegándose a la madera.
La mujer le abrió secándose unas lágrimas de los ojos.
—¿Qué hago con ella? —le preguntó desconcertada, estaba casi en la misma situación de incomprensión que la niña.
—No sé, hazte cargo de ella, llévala a la habitación de invitados —dijo apenas, como si le costara pensar o articular palabra. Luego cerró la puerta.




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