—¡Jane! ¡AAAAAAAH! ¡PARA! ¡PARA, PEQUEÑO DEMONIO!
Parpadeé, sorprendida.
—¡Naya! —fruncí el ceño—. ¡Cálmate, me has asustado!
—¡Es que la maldita niña no me hace caso, JODER! ¡CÁLLATE YA,
DEJA DE MOVERTE!
—¡Que no digas palabrotas!
Ella suspiró, frustrada, y dejó de intentar cambiarle el pañal. En
realidad, solo tenía que ponerle el nuevo. Pero su hija no dejaba de
retorcerse con una sonrisa malvada.
Decidí acercarme antes de que la matara y Naya se apartó como si lo
hubiera estado pidiendo en silencio. Jane sonrió como un angelito al instante
y dejó que lo hiciera sin problema.
—Creo que le caigo mal a mi hija —masculló Naya detrás de mí—.
¿Puedo caerle mal? ¿O no es posible?
—Naya, no digas tonterías. Te quiere mucho.
—Lo dudo —murmuró Sue desde el sillón.
—¿Lo ves? ¡Incluso la antisocial de Sue se ha dado cuenta!
—Creo que el término que buscas es asocial! —aclaró ella
tranquilamente.
—¿A ti quién te ha metido en la conversación? —protestó Naya.
—Yo solita. Gracias.
Naya la miró un momento antes de suspirar.
—Me quiero morir. Soy una madre horrible.
—No digas eso —levanté a Jane con un brazo y ella se acomodó en mi
pecho—. Solo es un pañal, no es para tanto.
—¡Sí lo es! Todo lo hace Will. Soy una madre horrible —repitió e hizo
un mohín—. Incluso ella, siendo un bebé, lo sabe.
—Es un pañal —repetí, sacudiendo la cabeza—. Por Dios, Naya, si se
pone a llorar cuando estás cinco minutos sin ella.
Ella dejó el mohín a un lado.
—¿Sí?
—Claro que sí. Eres su madre.
—Oh...
Esbozó una pequeña sonrisita orgullosa. Qué fácil era consolarla.
—Venga, ve a llevarla a la cuna —se la devolví, divertida—. Es tarde.
—Sí, eso haré —dijo felizmente—. ¡Vamos, ven con mami!
Puse una mueca cuando vi que se iba tambaleando a la niña de un lado a
otro sin mucho cuidado. Sue suspiró desde el sillón cuando me acerqué a
ella.
—¿Seguro que no quieres venir? —le pregunté.
Íbamos a ir a una de las famosas fiestas de Lana y Sue había dejado claro
que no iba a acompañarnos. De hecho, había sido la excusa perfecta para que
Naya y Will pudieran venir sin dejar a su hija sola. Ahora, él y Jack estaban
arriba fumando y hablando de sus cosas.
Es decir, de nosotras, porque, si no, me habrían dejado ir con ellos.
De todos modos, me senté al lado de Sue y la miré. Ella negó con la
cabeza.
—No me apetece —murmuró, cambiando de canal.
—Creo que es la primera vez que no quieres venir a una fiesta.
Puso los ojos en blanco.
—No quiero ir.
—¿Estás bien?
Me dedicó una mirada de advertencia.
—No me molestes.
—Solo te pregunto si estás bien.
—No es problema tuyo, pesada. Ve a molestar a tu futuro marido.
—Mi futuro marido soporta que lo moleste todo el día, así que te toca un
poco a ti. ¿Estás bien o no?
—Me ha venido la regla y no me apetece salir de mi mantita porque me
da la sensación de que me explotará un ovario si me muevo, ¿vale? —
suspiró—. Que hay que contártelo todo.
Sonreí, divertida, e hice un ademán de apoyarme en un cojín, pero ella
ahogó un grito y me detuve de golpe, asustada.
—¡¿Qué?!
—¡Mi cojín! ¡TEN CUIDADO!
Me lo quitó y lo abrazó como si fuera su tesoro más preciado. Suspiré.
—Lo siento.
—¡Un lo siento no hará que pueda volver a colocarlo bien!
—Sue, yo no...
—Maldita sea —murmuró, intentando amoldarlo con la mano tal y como
estaba antes.
La miré un momento, confusa, antes de tragar saliva.
—¿Puedo preguntarte algo, Sue?
—No.
Se dio cuenta de que la estaba mirando con mala cara y apretó los labios.
—¿Qué? —me espetó secamente.
—¿Por qué... por qué tienes esa necesidad de que las cosas estén
colocadas... a tu manera?
Se detuvo un momento para mirarme con una ceja enarcada.
—Eres la persona que me lo ha preguntado de forma más suave —
murmuró—. Will quiso saber por qué estaba obsesionada con los platos
sucios, Ross me dijo que dejara de berrear cada vez que movía algo y Mike
me preguntó directamente si estaba loca.
Sacudí la cabeza. Qué comprensivos.
—Es complicado —añadió, respondiendo a mi pregunta.
Sonreí ampliamente, acercándome. Ya podía oler el cotilleo jugoso.
Sue tiene razón. Eres una pesada.
—Entonces... ¿hay un por qué?
—No te apoyes ahí.
Era como si pudiera verme sin girarse en mi dirección. Suspiré y volví a
sentarme correctamente.
—No vas a irte hasta que te lo cuente, ¿no? —masculló, todavía
amoldando el cojín.
—Efectivamente.
—Pues qué bien.
—Pues ya puedes contármelo.
Suspiró y colocó el cojín con sumo cuidado.
—No sé si te esperas la historia más interesante del universo —me dijo
—. No lo es.
—Me valdrá cualquier cosa. Apenas sé nada de ti.
—Ni hace falta que lo sepas.
—¡Sue!
—¡Vale! —se exasperó—. Verás, cuando era pequeña, mis hermanos y
yo...
—Espera, ¿tienes hermanos?
—Siete.
Abrí los ojos como platos. Ella frunció el ceño.
—¿Qué?
—¿Si... siete?
—Sí. Todo chicos.
—Whoa, eso debía ser... eh... interesante.
—No. Era una mierda.
Puse una mueca cuando vi que no iba a seguir.
—¿Y por qué nunca he visto a ninguno de ellos?
—Porque no me hablo con ninguno.
—¿Con ninguno? —repetí, incrédula.
—Bueno, más bien no hemos vuelto a hablar por las circunstancias.
Tampoco es que nos llevemos fatal.
—¿Qué circunstancias?
—Cuando yo era pequeña, dormía con cuatro de ellos en la misma
habitación. No podía controlar nada de lo que hacían ahí. Y te aseguro que
no eran nada limpios. Empecé a obsesionarme con los gérmenes y con el
orden. Se burlaban de mí, pero que les den. Al menos, ya no tengo que verles
las caras feas otra vez.
Pensé en algo que decir, pero se me adelantó.
—Mi padre encontró a una mujer con dinero y se casó con ella —aclaró
—. Por eso pude venir aquí. Bueno, mi padre no se casó con ella por el
dinero. Creo. Digo yo que sería por amor. Me da un poco igual, la verdad.
Pero, como me deja el dinero a mí... pues eso que me llevo.