Amara siempre recordaría ese lunes como el día en que el mundo dejó de sonar.
Despertó antes del amanecer, sobresaltada por una sensación que no consiguió nombrar. Era como si alguien hubiera susurrado su nombre desde un sueño, o como si el silencio de la madrugada le hubiera empujado el pecho. Miró el reloj: 5:42 a.m. Luciano ya debía haberle escrito. Él era incapaz de comenzar un día sin enviarle al menos un “buenos días, mi cielo”. A veces llegaba a las cinco en punto, otras a las seis, pero nunca… nunca faltaba.
Ese día, faltaba.
—Debe estar durmiendo —se dijo, intentando convencerse.
Se levantó de la cama y caminó descalza hacia la ventana. Afuera, la ciudad todavía estaba cubierta por la neblina de las primeras horas. Los autos parecían fantasmas borrosos deslizándose por la avenida. Había algo inquietante en ese amanecer que no lograba ignorar.
Mientras preparaba café, revisó su teléfono otra vez.
Nada.
Ni un mensaje.
Ni una llamada perdida.
El silencio del celular se volvió un sonido insoportable.
A las 7:03 a.m., cuando ya estaba vestida y lista para salir al trabajo, el teléfono vibró finalmente.
El corazón de Amara dio un vuelco.
Por un instante creyó que era él.
Pero en la pantalla apareció un nombre que le heló la sangre:
ELENA — Hermana de Luciano
Amara sintió que todos los sonidos de la casa se apagaban, como si alguien hubiese cerrado una puerta invisible entre ella y el resto del mundo. Contestó con un hilo de voz.
—¿Hola?
Al otro lado, la respiración de Elena era temblorosa.
—Amara… —dijo, y su voz se quebró—. ¿Dónde estás?
—En casa. ¿Pasa algo? ¿Luciano está bien?
Un silencio.
Uno pesado.
Uno que no auguraba nada bueno.
—Amara, tienes que venir al hospital. Ahora.
Se le aflojaron las piernas.
—¿Qué pasó? Dime qué pasó —insistió, con un tono que ni ella misma reconoció.
—Un accidente… —Elena empezó a llorar—. Por favor, ven.
El mundo se le volvió borroso.
EL CAMINO AL HOSPITAL
Amara casi no recuerda cómo llegó.
Subió a un taxi sin mirar al conductor.
No sintió el movimiento de la ciudad ni escuchó los ruidos del tráfico.
Solo repetía mentalmente el nombre de Luciano, como un rezo desesperado.
Luciano.
Luciano.
Luciano.
Cuando se bajó frente al hospital, sus manos estaban frías, y su corazón latía tan fuerte que sentía que le iba a romper el pecho.
Corrió por el pasillo de urgencias.
Buscó con la mirada a Elena.
La encontró sentada, con el rostro empapado de lágrimas y las manos unidas como si suplicara un milagro.
Al verla, se levantó y la abrazó con fuerza.
—Amara… yo… —intentó hablar, pero el llanto la ahogó.
—¿Dónde está él? —preguntó Amara, con la voz quebrada—. ¿Está bien? ¿Está consciente?
Elena negó con la cabeza.
Luego, cerró los ojos.
Respiró hondo.
Y dijo las palabras que Amara nunca olvidaría:
—No lo logró.
El tiempo se detuvo.
A Amara se le escapó el aire. Sintió que las paredes se acercaban, que el suelo desaparecía bajo sus pies. Elena tuvo que sostenerla para que no cayera.
—No… —susurró—. No, no, no. No me digas eso. No es verdad. Tiene que ser un error. ¡Él estaba bien ayer! Estaba bien…
Pero el llanto silencioso de Elena era la confirmación más cruel.
EL ÚLTIMO ADIÓS QUE NO ALCANZÓ A DAR
Un médico se acercó, con el rostro cansado de quien ha visto demasiadas tragedias.
—Lo sentimos mucho —murmuró—. Hicimos todo lo posible.
Amara apenas escuchó.
Sentía que algo dentro de ella se desgarraba con violencia.
Luciano era su futuro, su certeza, su risa favorita.
Y ahora…
Ahora alguien le estaba diciendo que no volvería a verlo.
La llevaron a una sala pequeña.
No llegó a entrar; no pudo.
El simple hecho de saber que su cuerpo estaba al otro lado de la puerta la paralizó.
—No puedo —dijo, temblando—. No puedo verlo así.
Elena la abrazó.
—Yo estoy contigo —susurró.
Y aun así, el silencio entre ambas se sentía insoportablemente grande.
EL MUNDO DEJA DE SONAR
Cuando por fin salió del hospital, el día ya estaba avanzado.
La ciudad seguía con su ritmo habitual, indiferente al hecho de que el mundo de Amara acababa de derrumbarse.
El viento le acarició el rostro.
Los árboles se mecían suavemente.
Los autos pasaban.
Todo seguía igual.
Todo… excepto ella.
Amara caminó sin rumbo, sin sentir las piernas, sin saber hacia dónde ir.
Su mente repetía cada palabra, cada instante, cada “no lo logró”.
Esa noche, al llegar a casa, se sentó en el suelo de la sala.
Encendió una pequeña lámpara.
Miró fijamente un punto en la pared.
Y por primera vez desde que recibió la llamada, dejó de contenerse.
Lloró.
Lloró hasta quedarse sin aire, sin voz, sin fuerza.
Lloró hasta que el silencio volvió a llenar la habitación como una sombra inevitable.
Y entonces lo entendió:
No era solo la muerte.
Era la ausencia.
Era el vacío.
Era el silencio que él dejó.
Ese silencio que, desde ese día, la acompañaría en cada rincón de su vida.
Ese fue el momento exacto en el que todo cambió para siempre.