El amanecer llegó sin pedir permiso, filtrándose por las cortinas como un intruso que ignoraba el caos dentro de Amara. No había dormido. No intentó hacerlo. La madrugada la sorprendió sentada en el suelo de su habitación, abrazando sus rodillas mientras repasaba, una y otra vez, las últimas conversaciones que tuvo con Luciano. Había tantas palabras que nunca dijo… y tantas que quiso olvidar.
Cuando finalmente se levantó, lo hizo por inercia. El silencio de la casa se sentía más pesado que de costumbre, como si incluso las paredes estuvieran conteniendo la respiración. Caminó hasta la cocina y preparó café sin pensar realmente en lo que hacía. El aroma caliente llenó el espacio, pero no le trajo paz alguna.
El teléfono vibró sobre la mesa, sobresaltándola.
Era Camila, otra vez.
—Amara, ¿podemos vernos hoy? —preguntó su voz suave, casi temerosa.
—No sé si… —Amara se frotó los ojos—. No estoy lista.
—No tienes que estarlo. Solo quiero ayudarte.
—¿Ayudarme a qué? —la voz se le quebró—. A recordar que él ya no está?
Camila guardó silencio unos segundos.
—A recordarte que tú todavía estás —respondió finalmente.
Esas palabras cayeron como un golpe. Amara apretó el teléfono contra su oído, tratando de que su respiración no se deshiciera en sollozos.
—Está bien… nos vemos en el café de siempre —susurró antes de colgar.
El camino hasta el café fue un tormento emocional. Cada semáforo, cada rostro, cada sombra le recordaban algo de él. La primera vez que Luciano le tomó la mano sin mirarla. El día que se escondieron de la lluvia bajo el toldo de una floristería. La forma en que se reía cuando ella hacía un chiste malo.
Cuando llegó, Camila ya estaba en la mesa del fondo. Se levantó para abrazarla, pero Amara dudó un instante antes de aceptar. Sentía que si alguien la envolvía entre sus brazos, toda su contención se derrumbaría.
—Te ves tan… —Camila la observó con cautela—. Tan frágil.
—Lo estoy —admitió Amara mientras se sentaba—. No voy a fingir que estoy bien.
Camila asintió, con los ojos humedecidos.
—Sé que no soy la persona que mejor entiende tu dolor, pero quiero que sepas que no tienes que cargarlo sola.
Amara desvió la mirada hacia la ventana. Había aprendido a sostenerse por sí misma desde muy joven… pero esto era diferente. Lo que sentía ahora no era una carga: era un vacío. Y el vacío no se sostenía; simplemente se hundía.
—Siento que sigo buscándolo —confesó en voz baja—. Que si giro rápido, lo voy a ver allí, con esa sonrisa tonta que tenía cuando sabía que yo estaba molesta.
Camila tomó su mano.
—No estás loca. Estás pasando por un duelo.
—No lo siento como duelo —negó Amara—. Lo siento como una tortura.
El mesero dejó dos cafés sobre la mesa. Amara los miró sin tocarlos.
—Camila… —dijo de pronto—. ¿Tú sabías lo del viaje?
—¿Qué viaje?
—El que iba a hacer Luciano —explicó, tragando con fuerza—. Encontré un itinerario en su mochila. Iba a irse… antes de que… —su voz se apagó.
La sorpresa de Camila fue evidente.
—No. Yo no sabía nada. ¿Crees que pensaba marcharse sin decirte?
—No lo sé —respondió Amara—. Últimamente estaba distante. Me decía que era estrés, trabajo, cosas familiares… pero ahora siento que había más. Algo que no me dijo. Algo que se llevó con él.
Camila respiró hondo antes de responder.
—Tal vez no quería preocuparte.
—O tal vez ya no quería estar aquí —susurró Amara.
El silencio cayó entre ellas, un silencio incómodo, filoso, como un cuchillo recién afilado.
—Amara… —empezó a decir Camila, con cautela—. ¿Estás segura de que quieres saber todo lo que él no te contó?
—No lo sé. Pero creo que lo necesito —murmuró, apretando la taza de café como si de eso dependiera su estabilidad.
Camila la observó con una mezcla de tristeza y preocupación.
—Si buscas respuestas, las vas a encontrar —dijo—. Pero también pueden doler más que este silencio.
—El silencio ya me está matando —respondió Amara, con los ojos brillando de lágrimas—. No puedo seguir respirando sin saber qué estaba pasando por su mente. Por su vida.
Camila desvió la mirada, como si algo pesado la golpeara de repente.
—Hay algo que no te dije —confesó, casi en un murmullo.
Amara sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—¿Qué cosa?
—Yo… hablé con Luciano unos días antes de que… —Camila tragó saliva, nerviosa—. Creo que hay cosas que deberías saber. Cosas que él no alcanzó a decirte.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—Porque tenía miedo —admitió Camila, con lágrimas contenidas—. Miedo de empeorarlo todo.
Amara dejó de respirar por un segundo.
—Camila… ¿qué sabes? —preguntó con voz casi inaudible.
Camila bajó la mirada.
Su silencio lo dijo todo.
Y en ese instante, Amara comprendió que lo peor no era la ausencia de Luciano.
Era la verdad que él había dejado detrás… y que todos parecían conocer, menos ella.