El aire del café se volvió denso, casi irrespirable. Amara sentía que cada persona alrededor hablaba demasiado alto, se movía demasiado rápido, respiraba demasiado fuerte. Su propio cuerpo parecía temblar sin moverse.
—Camila… —volvió a decir, esta vez con un tono más firme—. Dime qué sabes.
Camila frotó sus manos nerviosas, como si buscara el valor que no tenía.
—No sé por dónde empezar —admitió.
—Por el principio —respondió Amara, con una frialdad que no sabía que tenía dentro.
Camila asintió, respiró hondo y levantó la mirada.
—Luciano me llamó tres días antes de… de que todo pasara.
—¿Para qué?
—Me pidió que me reuniera con él. Estaba… diferente. Muy agitado. Como si cargara con un peso enorme.
A Amara se le hundió el estómago.
Esa sensación, tan física y tan emocional, la hizo apoyar la palma contra la mesa.
—¿Qué te dijo? —susurró.
—Me confesó que había algo que no podía contarte —empezó Camila—. Algo que llevaba meses evitando. Me pidió consejo porque… no sabía cómo enfrentar la situación.
Amara sintió el suelo aflojarse bajo sus pies. Una punzada de traición se clavó en su pecho.
—¿Qué situación?
—Amara, por favor, entiende algo —Camila alzó una mano, desesperada—. Él te amaba. Eso me lo dijo. Lo repetía como si necesitara recordárselo a sí mismo.
—¿Y entonces por qué me ocultaba cosas? —la voz de Amara tembló, quebrándose—. ¿Qué era tan grave?
El silencio de Camila fue la confirmación de que lo que estaba por escuchar no sería fácil.
—Luciano estaba pensando en irse —confesó al fin—. No solo un viaje corto. Irse del país… por un tiempo.
—¿Irse? —Amara sintió que la palabra la golpeaba en la cara—. ¿Por qué? ¿Qué pasó?
La cara de Camila se oscureció.
—Estaba metido en algo complicado, Amara. Algo que empezó como un favor a un amigo… y terminó siendo mucho más grande de lo que podía manejar.
El corazón de Amara empezó a latir tan rápido que le dolió.
—¿Qué… tipo de favor?
—Dinero —dijo Camila finalmente—. Deudas. Personas equivocadas.
—¿Luciano tenía deudas?
—Sí… y no pequeñas.
Amara se quedó paralizada.
Hasta donde sabía, Luciano era responsable, cuidadoso, trabajador. Pero también recordaba noches donde él decía estar “agotado”, “ocupado”, “estresado”. Recordaba mensajes sin responder, excusas vagas, silencios prolongados.
Había señales.
Y ella no las vio.
—¿Por qué no me lo dijo? —preguntó con la voz rota.
—Porque tenía miedo de perderte —respondió Camila—. Y también… porque no quería arrastrarte a un problema que él mismo provocó.
Amara se llevó una mano al pecho. Sentía un pinchazo punzante, como si su corazón no pudiera soportar tanto.
—¿Y por eso quería irse?
—Sí —respondió Camila—. Para protegerte. Para arreglar lo que debía sin ponerte en peligro.
El café se llenó de murmullos y platos chocando, pero Amara ya no escuchaba nada. Todo se volvió un zumbido lejano.
—Él no era un cobarde —dijo ella, entre lágrimas—. Podía haberme hablado. Teníamos una relación.
—Amara, él intentó contarte —Camila tomó sus manos, desesperada—. Ese día que discutieron… ese día él quería decirlo todo. Pero la conversación se torció, y… tú estabas herida. Él se echó para atrás.
Amara cerró los ojos con fuerza. Recordó aquella noche. La discusión. Las palabras apresuradas. El portazo. El orgullo de ambos.
El silencio que empezó ahí.
—¿Crees que… su muerte tuvo algo que ver con esto? —preguntó Amara, apenas respirando.
Camila titubeó.
—No lo sé. Pero… no fue un accidente tan simple como dijeron. Él estaba asustado los últimos días. Me lo dijo. Me pidió que te cuidara si algo le pasaba.
Amara sintió que se rompía por dentro.
—¿Qué? —su voz salió ahogada—. ¿Qué acabas de decir?
—Él tenía miedo —repitió Camila—. Pensaba que alguien podía buscarlo.
Las lágrimas de Amara empezaron a caer sin control.
Era demasiado.
Demasiado dolor.
Demasiadas verdades enterradas.
—¿Por qué nadie me dijo esto? —exigió, con rabia y desesperación mezcladas.
—Porque él me lo pidió. Y porque pensé que… que tal vez era mejor que no lo supieras —confesó Camila mientras lloraba también—. No quería que vivieras con ese miedo.
Amara se levantó de golpe. La silla se tambaleó y varias personas voltearon a ver.
—Necesito irme —dijo, respirando con dificultad—. Necesito… espacio.
—Amara, espera…
—No puedo. No ahora —susurró ella, retrocediendo.
Salió del café casi corriendo.
El viento frío la golpeó en la cara, pero ni siquiera eso la obligó a detenerse. Caminó sin rumbo, con las lágrimas cayendo y el corazón en un estado de latidos frenéticos.
Se apoyó contra una pared, buscando aire.
Intentó calmarse.
Intentó entender.
Pero lo único que escuchó fue:
Luciano tenía miedo.
Luciano iba a irse.
Luciano te protegió en silencio.
Luciano no te contó la verdad.
Amara hundió el rostro entre sus manos y sollozó.
Por primera vez desde su muerte, sintió algo distinto al dolor.
Sintió rabia.
Rabia por el silencio.
Rabia por las mentiras.
Rabia por haber tenido que descubrir la verdad después de perderlo.
Y en esa mezcla de furia y tristeza, comprendió algo:
Para sanar, tendría que conocerlo todo.
Incluso lo que él quiso ocultar.