El corazón de Amara golpeaba tan fuerte que creyó que la persona al otro lado de la puerta podría escucharlo.
Reconocía esa voz.
No había forma de confundirla.
Era Gabriel, el hermano mayor de Luciano.
El más reservado.
El más distante.
El que en el funeral apenas la miró, como si llevara un secreto clavado en la garganta.
Amara dudó.
Podía dejarlo ahí. Podía callar, esperar a que se fuera, fingir que no estaba en casa.
Pero la curiosidad —o el dolor— la empujó a girar el picaporte.
La puerta se abrió despacio.
Gabriel estaba frente a ella, más pálido que la última vez que lo vio. Sus ojos tenían una mezcla de cansancio y determinación. O quizá miedo. Era difícil descifrarlo.
—Necesitamos hablar —repitió él sin esperar invitación.
Amara tragó saliva, aún sosteniendo la libreta contra su pecho como si fuera un escudo.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, controlando el temblor en su voz.
—Debería preguntarte lo mismo —dijo Gabriel, entrando sin permiso pero con pasos lentos—. Camila me llamó hace unos minutos.
Amara suspiró.
Sabía que Camila haría algo así.
—Estoy cansada de que todos decidan por mí —soltó ella, cerrando la puerta—. Si viniste a prohibirme algo, no pierdas tu tiempo.
—No vine a prohibirte nada —respondió Gabriel, mirándola con una seriedad casi dolorosa—. Vine porque tú no tienes idea del peligro en el que estás metiéndote.
Las palabras la sacudieron como un impacto eléctrico.
—¿Peligro? ¿Por qué?
—Porque Luciano no murió por casualidad —dijo Gabriel, sin rodeos—. Y porque hay gente que aún no terminó con lo que él empezó.
Amara sintió cómo las piernas casi le fallaban.
Necesitó apoyarse en la pared.
—Dime la verdad —exigió—. Toda. No más silencios.
Gabriel cerró los ojos unos segundos, respirando profundamente.
—Luciano te ocultó muchas cosas —comenzó, con una voz que parecía costarle—. Y no lo culpo. Era orgulloso. Impulsivo. Y cometió errores.
Amara apretó la libreta entre los dedos.
—Deudas —susurró—. Dinero. Nombres. Ya lo sé.
Gabriel la miró sorprendido.
—¿Dónde encontraste eso?
—En su caja de recuerdos —respondió—. Había una libreta. Con anotaciones. Con nombres. Incluyendo el de David.
Gabriel tensó la mandíbula.
—Entonces entiendes por qué estoy aquí.
Amara respiró profundo para no quebrarse.
—¿Era verdad? ¿Todo eso? ¿O hay más? —preguntó, casi suplicando.
Gabriel se pasó una mano por el rostro, frustrado.
—Era verdad. Pero no es todo.
Se acercó y señaló la libreta.
—Luciano no estaba metido en algo simple. Se enredó con las personas equivocadas creyendo que podía solucionarlo rápido. Pero cuando intentó salirse… ya era tarde.
Cada palabra era un golpe más fuerte que el anterior.
—¿Quiénes eran? —preguntó Amara, con miedo—. ¿Lo amenazaron?
Gabriel dudó.
—Digamos que David no es el mismo chico que Luciano conoció hace años —respondió con dureza—. Y la gente con la que trabaja… no perdona errores. Ni retrasos. Luciano debía dinero. Más del que tú imaginas. Y cuando ya no pudo pagarlo…
—¿Lo mataron? —la voz de Amara se rompió—. ¿Fue eso? ¿Lo mataron?
Gabriel apretó los puños.
—No puedo afirmarlo —respondió—. La policía lo llamó accidente. Pero yo… conozco a mi hermano. Y sé cuando alguien tiene miedo.
—Yo también lo sé —susurró Amara.
Un silencio pesado cayó entre ellos.
Gabriel caminó por la sala, inquieto, como si buscara cómo decir lo que faltaba.
—Ayer alguien me llamó —dijo finalmente—. Un número desconocido. Solo dijeron una frase: “Dile a Amara que deje de buscar.” Luego colgaron.
El estómago de Amara se revolvió.
—¿Me están vigilando?
—No lo sé —admitió Gabriel—. Pero si tú encontraste esa libreta… y si estás haciéndote preguntas… entonces seguramente alguien más también lo sabe.
Amara se llevó la mano a la boca, sintiendo el vértigo recorrerle todo el cuerpo.
No era solo duelo.
No era solo dolor.
Era peligro real.
—Pero… ¿por qué me quieren lejos de esto? —preguntó—. ¿Qué creen que sé?
Gabriel se acercó más, y su voz bajó un tono.
—Amara… hay algo que no sabes —dijo con cuidado—. Algo que Luciano protegió con todas sus fuerzas.
Ella lo miró desconcertada.
—¿Qué cosa?
Gabriel tardó unos segundos en responder.
La miró directamente a los ojos, como si buscara medir cómo la noticia la golpearía.
—Luciano no solo estaba pagando una deuda —empezó—. Estaba cubriendo a alguien.
El aire salió del cuerpo de Amara como un puñal.
—¿A quién? —preguntó, aunque ya podía sentir la respuesta en la piel.
Gabriel bajó la mirada.
Su voz salió baja, quebrada.
—A nuestro padre.
El silencio fue brutal.
Desgarrador.
Frío.
Amara se quedó completamente inmóvil.
—No… —susurró—. Eso no puede ser…
—Ojalá no lo fuera —respondió Gabriel, con los ojos húmedos—. Pero es la verdad. Mi padre tenía las deudas. Luciano solo… tomó la culpa. Cree que podía manejarlo.
—¿Él cargó con los errores de tu padre?
—Sí —asintió Gabriel—. Y pagó el precio.
Amara sintió que el corazón se le partía en un dolor nuevo, distinto, casi insoportable.
—¿Y tú sabías? —preguntó en un susurro.
Gabriel cerró los ojos.
—Lo descubrí tarde —confesó—. Demasiado tarde.
Amara se cubrió la boca, tratando de contener un sollozo.
Su Luciano.
Su amor.
Su compañero.
Había estado luchando solo.
Contra sombras que ni siquiera le pertenecían.
Contra un destino que no debía cargar.
—Luciano intentó protegernos a todos —dijo Gabriel, con la voz quebrada—. Y al final… quedó atrapado.
Amara cayó de rodillas, sin poder sostenerse.
Gabriel intentó acercarse, pero ella levantó una mano, pidiéndole que no lo hiciera.