Después de Ti, el Silencio

CAPÍTULO 9 — El Eco de lo No Dicho

El día después de su visita al hospital, Lucía despertó con la sensación de no haber dormido en absoluto. Su cuerpo estaba agotado, la cabeza pesada y el pecho apretado, como si aún cargara el eco de cada lágrima derramada la noche anterior. No se sentía lista para enfrentar el mundo, pero tampoco quería seguir encerrada en la casa que compartió con Marcos, donde cada rincón parecía guardar una conversación pendiente.

Esa mañana decidió caminar. No por ejercicio, ni por despejar la mente—simplemente porque necesitaba mover el cuerpo, avanzar aunque fuera un centímetro, aunque todo a su alrededor siguiera detenido.

El barrio estaba tranquilo. El aire frío de la mañana le mordía la piel, pero, por primera vez en mucho tiempo, lo agradeció. Le recordaba que seguía viva.

Caminó varias cuadras sin rumbo hasta que, sin planearlo, se encontró frente a la cafetería donde solían desayunar los domingos. La fachada era la misma, acogedora y adornada con luces cálidas. Ese lugar también guardaba un pedazo de su historia, pero a diferencia del hospital, aquí los recuerdos dolían distinto: con nostalgia, no con terror.

Dudó en entrar. Su corazón latía rápido. Pero algo la empujó: quizá la necesidad de romper la burbuja de dolor que la aislaba del mundo.

Apenas cruzó la puerta, el aroma a café recién molido la envolvió. Una mezcla de calma y punzada en el pecho la golpeó. Las mesas estaban llenas de gente, pero nadie la miró con lástima ni reconocimiento. Allí nadie sabía que su mundo se había destruido.

Esa sensación de anonimato le dio un respiro.

Se acercó al mostrador y vio una cara conocida.

—Lucía… —dijo Héctor, el barista y dueño de la cafetería, con una mezcla de sorpresa y ternura—. Hace tiempo que no te veía por aquí.

Él había sido amigo de Marcos. No íntimo, pero de esos que se ganan un lugar especial por la constancia de las pequeñas cosas: los saludos, las bromas, el café hecho justo como a ellos les gustaba.

Lucía tragó saliva.

—Sí… He estado… ocupada.

Héctor no mencionó el accidente. No la miró con lástima. Solo asintió, respetando su silencio.

—¿Lo de siempre?

Lucía dudó. “Lo de siempre” era un capuchino doble con un toque de canela… la mezcla favorita de Marcos, la que él le recomendó la primera vez que vinieron juntos.

Respiró hondo.

—Sí. Lo de siempre.

Héctor sonrió, como si esa orden fuera una pequeña chispa de normalidad en medio de la tormenta. Mientras preparaba la bebida, Lucía observó las mesas, evitando mirar hacia el rincón donde siempre se sentaban.

Pero fue inevitable que sus recuerdos se activaran. Vio a una pareja reírse por algo tonto, vio a una chica tomar fotos de su café, vio a un niño jugando con una servilleta. Pequeñas escenas de vida que antes eran parte de su rutina y ahora parecían pertenecerle a otra persona.

Cuando Héctor le entregó el capuchino, ella notó algo: la espuma tenía un pequeño corazón dibujado. Igual que siempre.

—Gracias —dijo bajito.

—Si necesitas hablar, o sentarte, o simplemente estar aquí sin decir nada… ya sabes que puedes.

Lucía sintió un nudo, pero esta vez no era dolor puro: era gratitud. Salió con su bebida y caminó hasta un pequeño parque cercano. Se sentó en un banco, viendo cómo las hojas caían con la brisa.

Dio un sorbo al café y cerró los ojos. El sabor la transportó a una mañana específica:
Marcos riendo porque ella se había manchado la nariz con espuma.
Ella fingiendo molestia.
Él limpiándola con el pulgar y besándola después.
Un beso cálido, cotidiano.
Un beso que ahora se sentía tan lejano como un sueño.

La voz de Marcos resonó en su memoria, clara como una campana:

“Un día, cuando la vida duela, promete que seguirás buscando lo bonito. Aunque sea pequeñito.”

Lucía abrió los ojos. El café estaba caliente entre sus manos frías. Y aunque el mundo seguía cargado de silencios, en ese instante logró sentir algo parecido a paz.

No era felicidad. No era superación.

Era apenas un paso. Un respiro. Pero para alguien cuyo mundo se había derrumbado, eso ya era un acto de valentía.

Mientras bebía el último sorbo, su teléfono vibró.
Un número desconocido.

Normalmente no habría contestado. Pero algo en su interior, una intuición tenue, le dijo que debía hacerlo.

—¿Hola? —respondió con voz cautelosa.

La voz al otro lado era masculina, joven, insegura.

—¿Lucía Álvarez? Disculpe… Soy Alejandro, el hermano menor de Marcos.

Lucía se quedó congelada.
Un escalofrío le recorrió la espalda.

Alejandro nunca la había llamado. Apenas se conocían. Y lo poco que sabía es que él no había podido asistir al funeral. Había tensión en la familia. Distancias. Cicatrices viejas.

—Sí… soy yo. ¿Pasa algo?

Hubo un silencio breve, lleno de algo parecido a culpa.

—Necesito hablar contigo —dijo él, con voz quebrada—. Es sobre Marcos.

Lucía sintió que el mundo volvía a tambalearse.

Y el silencio, ese silencio que apenas había comenzado a romperse…
se volvió ensordecedor otra vez.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.