Después de Ti, el Silencio

CAPITULO 12 — Lo Que No Pude Decirte

El amanecer llegó sin pedir permiso, con una claridad que a Amara le resultaba casi ofensiva.
Había pasado la noche sin dormir, mirando el techo y tratando de entender el torbellino que le dejó la conversación con Julieta.
Cada palabra seguía clavada en su pecho como una astilla imposible de arrancar.

La verdad era esta:
Luciano no solo se había ido…
Había intentado protegerla de algo que nunca explicó.

Y ahora, esa falta de explicación le dolía más que la ausencia misma.

Amara se levantó lentamente, como si cada movimiento fuera una pequeña batalla. Se envolvió en una chaqueta ligera y salió al balcón. Afuera, la ciudad seguía su ritmo indiferente: autos pasando, gente caminando, voces lejanas.
Todo seguía igual, excepto ella.

Mientras observaba las sombras de las ramas moverse con el viento, una idea se instaló en su mente.
Una idea peligrosa.
Necesaria.

Tenía que saber exactamente qué fue lo que Luciano le ocultó.
No podía seguir viviendo entre suposiciones y huecos en la historia.
Necesitaba la verdad completa, por dura que fuera.

La cafetería donde trabajaba quedó atrás cuando decidió no entrar esa mañana. Caminó sin rumbo fijo, pero sus pasos la llevaron inevitablemente a un lugar que había evitado durante semanas: el pequeño parque donde Luciano solía leer por las tardes.

El lugar seguía igual: los bancos de madera desgastada, el árbol enorme que daba sombra a casi la mitad del espacio, los ancianos jugando dominó a un costado.
El mundo, otra vez, sin notar que ella se desmoronaba.

Se acercó al banco donde él siempre se sentaba, ese que aún conservaba una marca como un rayón profundo, hecha la tarde en que él se cayó mientras escuchaba música y fingió que no le dolía nada.

Dejó caer su mochila en el suelo y se sentó lentamente.

—¿Por qué te callaste todo, Luciano? —susurró, sabiendo que no habría respuesta.

O tal vez sí, porque el viento parecía moverse justo en ese instante, rozándole la mejilla como un recordatorio suave.
Como si él, de alguna manera imposible, todavía estuviera allí.

Amara cerró los ojos y, sin darse cuenta, sus dedos comenzaron a temblar. No era solo tristeza; era una mezcla de miedo, dolor y una necesidad urgente de entender.

Sacó de la mochila el cuaderno donde había estado escribiendo sus cartas nocturnas. Lo abrió en una página aleatoria, en la que la letra estaba tan apretada que casi no había espacio entre renglones.

"Si hubieras confiado en mí, podría haber cargado contigo lo que fuera. Lo que fuese, Luciano. No necesitabas llevarlo solo."

Una lágrima cayó justo en esa línea, difuminando la tinta.

Se frotó los ojos con rabia y guardó el cuaderno.
Tenía que dejar de huir.

Esa tarde tomó una decisión definitiva: iría a hablar con la única persona que quedaba que podía darle respuestas claras.

La hermana de Luciano.

Julieta había sido amable la primera vez, pero también evasiva. Y Amara entendía el por qué: la culpa.
Había algo que ella sabía y que no se atrevía a decir.

Llegó a la casa de la joven al anochecer. Las luces interiores estaban encendidas, y por un momento Amara dudó.
¿Y si estaba exagerando?
¿Y si Luciano simplemente había querido evitar preocuparla?
¿Y si no había nada más que descubrir?

Pero no.
Su intuición estaba demasiado inquieta.

Respiró hondo y tocó el timbre.

Julieta abrió la puerta casi de inmediato, como si hubiese estado esperando. Su expresión se tensó al ver a Amara.

—Sabía que vendrías —murmuró, apartándose para dejarla entrar.

El interior de la casa era cálido, pero Amara sintió un frío extraño recorrerle la espalda.

Se sentaron en la sala. Julieta jugaba con sus manos, nerviosa.

—Amara, antes de que me preguntes… quiero decir que yo no quería que te enteraras así —empezó, con la voz quebrándose.

—¿Enterarme de qué? —preguntó Amara, al borde de perder el control—. Necesito saber la verdad. Toda. No puedo seguir viviendo en este silencio, Julieta.

La mujer levantó la mirada.
Sus ojos brillaban.

—Luciano estaba enfermo.

El mundo de Amara dejó de moverse.
Literalmente.
Todo quedó suspendido.

—¿Cómo…? —su voz salió rota—. ¿Qué… qué tenía?

Julieta tragó saliva.

—Una insuficiencia cardíaca avanzada —dijo finalmente—. Lo supo meses antes de conocerte. Los médicos le dijeron que con suerte tendría uno o dos años más sin un trasplante que nunca llegó.

Amara sintió que el aire le faltaba.
Se llevó una mano al pecho.
Era como si su propio corazón estuviera tratando de escapar.

—Él… nunca me dijo nada —susurró.

—Porque no quería que te enamoraras de un final —respondió Julieta—. Quería que te enamoraras de él. No de su enfermedad, ni de la idea de salvarlo. Y cuando ya estabas dentro… cuando ya te amaba… no supo cómo contártelo.

Amara se cubrió la boca para contener un sollozo.

—¿Por eso se alejó? ¿Por eso empezó a actuar extraño?

Julieta asintió, llorando también.

—Sí. Tenía miedo. Y también estaba empeorando. No quería que lo vieras así. Era terco… y orgulloso. Y tú eras lo único que lo hacía sentir vivo. Tenía miedo de que lo vieras apagarse.

La habitación se volvió demasiado pequeña, demasiado silenciosa.
Amara sintió que todo el peso del mundo se apoyaba sobre sus hombros.

Entonces lo entendió:
Luciano no se marchó por falta de amor.
Se marchó porque la amaba demasiado.

Y esa verdad la rompió por dentro.

Porque ahora sabía que nunca tendría la oportunidad de decirle que habría elegido quedarse a su lado… incluso sabiendo el final.

—Hay algo más —añadió Julieta, con voz temblorosa.

Amara levantó la mirada, agotada.

—¿Qué más…?

Julieta se levantó, fue hasta un cajón del aparador y regresó con un pequeño sobre blanco.




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