El papel dentro del sobre estaba doblado dos veces, como si Luciano hubiera querido asegurarse de que cada palabra quedara protegida.
Cuando Amara lo desplegó, la luz tenue del pasillo reveló la letra conocida, algo inclinada, algo temblorosa, pero cálida.
Tan suya.
Respiró hondo, tratando de preparar su corazón… aunque sabía que no había forma.
Y entonces leyó:
“Amara,
Si estás leyendo esto, es porque la verdad te alcanzó antes de que yo tuviera el valor de decírtela.
Lo siento.
Lo siento más de lo que cualquier palabra puede explicar.”
El mundo a su alrededor pareció volverse borroso.
Amara apoyó la espalda en la puerta, sintiendo cómo cada frase le atravesaba la piel.
Siguió leyendo.
“Nunca quise que mi historia se volviera una carga para la tuya. Cuando te conocí, pensé que solo serías una coincidencia bonita. Pero fuiste mucho más.
Fuiste un alivio.
Un respiro en medio del miedo.
Una razón para seguir.”
Amara cerró los ojos, conteniendo el llanto que insistía en salir.
La voz de Luciano se formaba en su mente, como si él estuviera sentado frente a ella, diciendo cada palabra despacio.
“Yo sabía que mi tiempo era corto. El médico me lo dijo con esa frialdad que tienen los médicos que ven demasiadas tragedias.
Me habló de posibilidades, de desgaste, de un corazón cansado que ya no quería seguir.
Me dijo que el amor también se gasta.
Pero contigo entendí que no.
Contigo, el amor era… abundancia.”
El papel le tembló entre las manos.
Amara se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas mientras la carta seguía revelándose, lenta, dolorosa, necesaria.
“No me alejé porque dejé de amarte.
Me alejé porque te amaba demasiado.
Y porque no podía soportar la idea de que me vieras apagándome.
No quería convertir tu amor en angustia.
No quería que sintieras que tenías que quedarte por obligación.”
Amara tragó saliva, pero le ardió la garganta.
—Tonto —susurró entre lágrimas—. Yo habría elegido quedarme… Yo te habría amado igual.
Continuó leyendo.
“Hubo noches en las que quise contártelo todo. Estuve a punto varias veces.
Cuando te dormías en mi hombro.
Cuando me decías que el futuro era un lugar que ya no te daba miedo.
Cuando reíamos en el parque sin razón.
Cuando me mirabas como si yo fuera invencible.
Cómo iba a decirte que estaba muriéndome.
Cómo iba a romper eso…”
El corazón de Amara dio un vuelco doloroso.
La imagen de esas noches pasó frente a sus ojos como destellos: su risa, su voz, su manera de entrelazar los dedos con los de ella.
La fragilidad escondida tras su sonrisa.
Continuó.
“Tenía miedo, Amara.
Mucho más del que admití jamás.
Pero tú fuiste lo más hermoso de mi vida, incluso con el reloj corriendo en mi contra.
Cada día contigo fue un regalo que nunca pensé recibir.
Por eso quise dejarte libre.
Porque sabía lo que se venía.
Y no quería arrastrarte conmigo.”
Amara apoyó la frente sobre la carta, dejándose caer en el llanto que había estado conteniendo.
Era un llanto silencioso, profundo, que venía desde el centro mismo de su pecho.
Era duelo.
Pero también era amor.
Un amor que sobrevivía incluso en la pérdida.
Cuando logró calmarse un poco, volvió a leer las últimas líneas, que parecían escritas con más esfuerzo, como si Luciano hubiera peleado contra su propio cuerpo para terminarlas.
“Solo quiero pedirte una última cosa.
No permitas que mi silencio se convierta en una cadena para ti.
No vivas atrapada en este capítulo.
No te quedes donde yo dejé de estar.”
Amara levantó la mirada hacia el techo, sintiendo el peso de esas palabras como si cargara el cielo.
“Permítete volver a amar.
No por mí, sino por ti.
Porque tienes una vida entera por delante, y no quiero que la vivas en pausa.
Gracias por hacer que mis últimos años fueran luminosos.
Gracias por ser mi antes y después.
Gracias por enseñarme que, incluso cuando el cuerpo falla, el amor no lo hace.
Te llevo conmigo.
Hasta el final.
—L.”
Amara dejó caer la carta sobre su regazo.
Sus manos estaban frías.
El silencio del apartamento era tan grande que podía escuchar su propia respiración temblorosa.
El mundo seguía girando, pero ella estaba suspendida en un punto donde el pasado y el presente chocaban.
Se recostó en el suelo, mirando hacia el techo como si esperara una señal que la sacara de ese torbellino.
La carta seguía allí, abierta, viva.
Cada palabra un hilo que la unía a él.
Pasaron minutos, tal vez horas.
El tiempo dejó de importarle.
Hasta que escuchó un ruido en la ventana: la cortina moviéndose con el viento nocturno.
Amara se levantó lentamente. Caminó hacia la ventana y la abrió. El aire fresco la envolvió, y por primera vez en semanas, respiró profundo.
—No sé si pueda —murmuró—. No sé si pueda cumplir lo que me pides… pero voy a intentarlo.
La carta seguía en su mano.
—Solo dame tiempo —susurró al cielo, como si él pudiera escucharla.
El viento respondió moviendo la cortina otra vez.
Y ella sintió, muy dentro, una calidez suave.
No era la ausencia.
Era él.
Su recuerdo.
Su amor.
Pero también…
la posibilidad de empezar a sanar.
Esa noche, antes de dormir, Amara colocó la carta dentro del cuaderno donde guardaba sus otras palabras.
No para esconderla, sino para protegerla.
La cerró con calma, respiró hondo y apagó la luz.
En la oscuridad, una nueva idea comenzó a formarse.
Pequeña.
Frágil.
Pero real.