Después de Ti, el Silencio

CAPITULO 16 — Cuando la Luz Se Asoma

Los días se convirtieron en semanas, y aunque el duelo seguía siendo un compañero constante, su presencia ya no era tan devastadora como antes.
Amara comenzaba a notar algo que la sorprendía: podía respirar sin sentir que cada inhalación era una batalla.

Su rutina, aunque mínima, ya incluía pequeñas cosas que antes parecían imposibles:
tomar un café en el balcón, contestar mensajes atrasados, ordenar su escritorio, regar las plantas que casi había dejado morir.

Había una parte de ella que aún lloraba, claro.
Pero otra parte… estaba despertando.

Como si su corazón, aunque herido, empezara a comprender que seguir adelante no significaba olvidar.

Una mañana, mientras preparaba café, recibió un mensaje inesperado.

Elías:
Llegó un libro nuevo a la librería. Creo que te gustaría.
Si pasas hoy, te lo aparto.

Amara miró la pantalla durante varios segundos.
No por incomodidad.
Sino porque sintió algo cálido, algo parecido a una invitación suave a la vida.

Finalmente respondió:

Amara:
Gracias. Iré más tarde.

No agregó más.
No sabía cómo.

Pero el simple acto de contestar sin sentir culpa ya era un paso enorme.

Cuando llegó a la librería, la campana sonó y Elías levantó la mirada desde el mostrador, sonriendo con un gesto leve.

—Sabía que vendrías —dijo.

—Solo vine por curiosidad —respondió ella, aunque no sonó tan convincente.

Elías no comentó nada.
Le alcanzó un libro envuelto en papel kraft, como si fuera un pequeño regalo.

—Ábrelo —sugirió.

Amara lo desenvolvió con cuidado.
Era una novela titulada “Dónde Vuelan las Sombras”, un libro sobre pérdidas y reencuentros.

Lo tocó con suavidad, como si temiera dañarlo.

—¿Por qué creíste que me gustaría? —preguntó.

—Porque habla de avanzar sin dejar atrás a quienes amaste.
Y porque… —hizo una pausa—
hay historias que nos recuerdan que seguir adelante no es traición, sino supervivencia.

Amara sintió un nudo en la garganta.
Pero no era un nudo doloroso.
Era uno que la hacía sentir vista.

—Gracias —murmuró.

—Cuando quieras hablar… o no hablar —dijo Elías—, este lugar siempre está abierto para ti.

Ella asintió.

Y durante un largo rato, se quedó allí, recorriendo los pasillos, leyendo contraportadas, escuchando el murmullo de la tienda.

No hubo conversaciones profundas.
No hubo confesiones.

Solo… compañía tranquila.
Y eso era suficiente.

Al salir de la librería, decidió caminar hacia el puente donde Luciano la llevó en su primera cita.
El cielo estaba nublado, pero el viento tenía un toque cálido que anunciaba el final del invierno.

Amara apoyó sus manos en el barandal y dejó que el río, con su corriente constante, la arrullara.

—Te extraño —susurró.

A pesar de la frase, no lloró.
No esta vez.

En su bolso llevaba el libro nuevo.
Y fue entonces cuando la mente le trajo un recuerdo que casi había olvidado:
Luciano solía decir que los libros eran brújulas cuando el corazón se perdía.

Tal vez por eso Elías se los recomendaba con tanto cuidado.

Tal vez él entendía sin que ella tuviera que explicar.

Mientras observaba el agua, sintió algo… un pequeño movimiento dentro del pecho.
Como un latido curioso.
Un susurro.

No era amor nuevo.
No todavía.

Era… apertura.

La posibilidad de cierta claridad.

Un mañana que aún no dolía.

De camino a casa, vio algo que la detuvo: una pequeña cafetería recién inaugurada.
La fachada era sencilla, pero acogedora.
Le recordó la frase de Luciano: “La vida está hecha de lugares que se sienten hogar sin serlo.”

Entró.

El aroma a pan dulce y café fresco la envolvió.
El lugar tenía mesas de madera clara, luces cálidas y una tranquilidad que invitaba a quedarse.

Pidió un té y se sentó junto a la ventana, observando a la gente pasar.
Sacó un cuaderno del bolso y lo abrió.

La hoja en blanco la miró de vuelta.

Una parte de ella quiso cerrarlo de inmediato.
Pero otra parte, más valiente, tomó el lápiz.

Escribió una frase.
Luego otra.
Y otra.

No sobre Luciano.
No directamente.

Escribió sobre una mujer que llevaba girasoles marchitos en el bolso.
Sobre un chico que reparaba libros rotos.
Sobre un puente donde el eco del pasado y el futuro se encontraban.

Cuando levantó la mirada, se dio cuenta de algo:
estaba respirando con suavidad.
Sin temblor.
Sin colapso.

Y empezó a llorar.
Pero esta vez no por tristeza.
Lloró por alivio.

Por darse cuenta de que estaba sanando, muy lentamente, página a página.

Al regresar a su apartamento, Amara tomó la carta de Luciano y la leyó otra vez.
Esta vez, cada línea tenía un sabor distinto.

No la destrozaba.
No le arrancaba el aire.

Era como leer un capítulo que dolía, sí…
pero que ya no la detenía.

Lo colocó en su lugar, respiró hondo y dijo en voz baja:

—No te voy a olvidar.
Pero tampoco voy a renunciar a mí.

Entonces apagó la luz y dejó que el silencio llenara la habitación.
Un silencio distinto al del principio.
No un vacío.
No una ausencia.

Un silencio que acompañaba.
Un silencio lleno de memoria.
Y también…
de luz.

La luz que se asomaba.
Poco a poco.
Como un amanecer que prometía nuevas posibilidades.




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