Después de Ti, el Silencio

CAPÍTULO 17 — Lo que no supe decir

El amanecer llegó sin permiso, derramando una luz pálida sobre la habitación donde Amara había pasado la noche entera sentada, con las piernas recogidas y los ojos perdidos en el borde de la ventana. No había dormido. No podía. Cada vez que cerraba los ojos, veía a Luciano girándose hacia ella en aquella habitación desconocida, extendiéndole una mano que ya no existía.

El silencio de la mañana era casi violento.

Sobre la mesa, el sobre que había encontrado días atrás seguía ahí, abierto, arrugado en las orillas por la cantidad de veces que lo había tomado intentando reunir valor para leerlo de nuevo. Todavía no lograba decidir si aquella carta la liberaba o la encadenaba más a él.

Respiró hondo, dejando que el aire frío se mezclara con un temblor leve que subía desde su estómago. Tenía que salir. Si se quedaba, terminaría ahogándose en pensamientos que no llevaban a ningún lado.

Tomó su abrigo y salió al pasillo, donde el sonido de pasos le recordó que el edificio también despertaba. Bajó las escaleras con una calma forzada, intentando poner un pie delante del otro sin sentir que las sombras del pasado la seguían.

Afuera, la ciudad se movía con rapidez, como si nadie más llevara encima el peso de una historia inconclusa. Amara se dirigió directamente hacia la cafetería donde solía encontrarse con Luciano en los primeros meses de su relación. No sabía si buscaba consuelo, respuestas, o simplemente un lugar donde su corazón todavía recordara cómo latir sin dolor.

Al entrar, el aroma a café recién hecho la golpeó como un golpe suave al pecho. Allí estaba todo igual: las mismas paredes color crema, la misma pequeña lámpara que parpadeaba cerca del rincón, incluso el mismo barista que les había sonreído tantas veces. Él la reconoció, pero no dijo nada. Solo inclinó la cabeza con respeto.

Amara eligió la mesa de siempre y se sentó, apoyando las manos entrelazadas sobre la superficie. No tardó mucho en darse cuenta de que no estaba sola. Una figura se acercó, dudando, rozando el borde de las mesas con los dedos, como si buscara una excusa para retroceder.

Era Elías.

—Amara —dijo él, con voz baja pero firme—. Te estuve buscando.

Ella no respondió de inmediato. Elías era el hermano menor de Luciano, aquel que había estado ausente en gran parte de la historia… y que ahora parecía cargar con demasiados secretos.

—No quiero hablar de él ahora —murmuró Amara, aunque sabía que era mentira. Siempre quería hablar de Luciano, incluso cuando decía lo contrario.

—No vine solo por él —respondió Elías, sentándose frente a ella con cuidado, como si temiera que cualquier movimiento brusco la hiciera romperse—. Vine por ti.

Amara lo observó. Elías tenía ojeras profundas y la expresión cansada de alguien que había peleado consigo mismo muchos días seguidos.

—¿Por mí? —repitió ella, con desconfianza.

Él asintió.

—Luciano… sabía que estaba metido en problemas más graves de lo que te contó. No quería que te afectara, y tú tienes derecho a saberlo todo.

El corazón de Amara dio un salto doloroso.

—¿Qué problemas? —preguntó de inmediato, agarrándose al borde de la mesa.

—Deudas. Gente peligrosa. Negocios que no quería hacer, pero en los que terminó atrapado. Los últimos días… —Elías bajó la mirada—, los últimos días estaba intentando limpiar el desastre. Por eso desapareció tantas veces. Por eso se veía tan cansado. Y por eso no te decía nada.

El silencio que cayó entre ellos fue tan denso que por un momento Amara creyó que no podría respirar.

—Él siempre pensó que podría protegerme —susurró ella, más para sí misma que para Elías.

—Y lo hizo… hasta el final. Pero ahora tú estás en medio de cosas que no pediste —respondió el joven—. Y yo… creo que alguien te está siguiendo. Lo noté esta semana. Y no es coincidencia.

Un escalofrío recorrió la espalda de Amara.

—¿Siguiéndome?

Elías asintió, inclinado hacia adelante.

—Luciano no solo dejó amor atrás. También dejó enemigos. Y algunos creen que tú sabes cosas que no sabés. Es peligroso.

El aire pareció desaparecer alrededor de Amara.

—¿Qué… quieres que haga?

Elías respiró hondo, como si estuviera por soltar palabras que pesaban demasiado.

—Quiero ayudarte. Pero necesito que confíes en mí… aunque sé que no te he dado motivos antes.

Amara lo miró fijamente. Dentro de su pecho, algo entre el miedo y la determinación comenzó a crecer. Tal vez por primera vez desde la muerte de Luciano, sintió que su historia no había terminado. Que, de alguna manera cruel y retorcida, todavía seguía en movimiento.

Y que ella tenía un papel en él.

—Está bien —dijo por fin, con una firmeza nueva—. Dime qué tengo que saber.

Elías abrió la boca para responder, pero una sombra se proyectó detrás de ellos, cerca de la puerta. Alguien los observaba. Un hombre, de pie, fingiendo leer un menú.

Elías lo vio también.

Y su gesto cambió.

—Tenemos que irnos —dijo, poniéndose de pie—. Ahora.

Amara sintió cómo el pulso le explotaba en la garganta.

La historia de Luciano estaba lejos de haberse terminado.

Y el silencio… apenas comenzaba a romperse.




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