Cuando Mafalda Hopkirk llegó a las puertas de su despacho, se sorprendió al ver al grupo de conocidos Aurores allí.
La bruja asintió y los hizo pasar a su oficina.
Pero todos tenían la vista fija en el montón de sobres apilados a un lado del escritorio. Conociendo a Sirius y que su paciencia era casi inexistente, Remus se apresuró a darle una explicación lo más sucintamente posible, y para su buena fortuna, ella no puso objeciones. Tomó la pila de sobres y buscó hasta encontrar el que necesitaban. Sirius lo tomó en cuanto ella lo extendió.
Por aquella expresión, supieron de inmediato que no les esperaba un viajecito nada grato.
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En la lujosísima habitación de un prestigioso hotel de la Riviera Francesa, una hermosa mujer miraba al hombre que se vestía frente al espejo.
Corine LaFontaine, era la hija de un distinguido hombre de negocios francés, era una niña mimada de la alta sociedad, y ciertamente no estaba acostumbrada a que no se hiciera su voluntad. Sin embargo, aquel individuo parecía ser la excepción a la regla.
Lo había conocido de manera accidental, una mañana dos semanas atrás. Su velero se había salido de la ruta y había terminado en una playa solitaria que no tenía idea de dónde se encontraba. Estaba a punto de pedir ayuda por radio a los guardacostas, cuando lo vio.
El individuo caminaba por la orilla de la playa y con solo verlo de lejos, a Corine se le erizó la piel. Era alto, de cabello negro y algo largo para el estilo actual. Llevaba únicamente un pantalón blanco, lo que hacía resaltar el bronceado de su piel. Corine hizo acopio de valor, saltó del velero y nadó hasta la orilla.
Él se había detenido y estaba tranquilamente sentado viendo la maniobra. Cuando llegó hasta él, se puso de pie y Corine constató que era realmente alto, y además poseedor no solo de un cuerpo de concurso, sino de unas facciones verdaderamente hermosas, donde destacaban unos ojos de un gris tan oscuro, que parecían trozos de acerina y tan fríos, que daba la impresión de estar mirando al vacío.
Cinco minutos después, Corine había olvidado que estaba perdida y en compañía de un sujeto al que no conocía, y que bien podía ser cualquier cosa, desde un ladrón hasta un asesino serial. Pero para su buena fortuna, no solo no era nada de eso, sino que además la ayudó a salir de allí. Cuando Corine le preguntó por su propia embarcación, porque evidentemente había necesitado una para llegar hasta aquel apartado lugar, él simplemente le dijo que luego se encargaría de eso.
Ahora dos semanas después, Corine seguía sin saber qué o quién era realmente él. Nunca hablaba de su hipotético trabajo, ni de su familia, ni de nada personal. Pero ella había llegado a la conclusión de que fuese quien fuese, era un individuo con clase y educación, que podía permitirse toda clase de lujos, y un amante fuera de serie.
Se acercó a él, le rodeó el cuello con sus brazos y lo miró a los ojos, pero tuvo la misma sensación de frialdad suprema de siempre.
Corine se quedó mirando el colgante y movió su mano hacia él, pero fue detenida en el acto.
Pero él no contestó y apartándose, continuó vistiéndose.
Él se volvió con brusquedad y la miró de un modo que la hizo sentir miedo. Estiró un brazo y le sujetó el rostro, pero después de unos breves y angustiosos momentos para ella, la soltó. Después que él vio lo que había visto, supo que había llegado el momento de desaparecer, aunque pensaba hacerlo de todas formas, porque ya se había aburrido de aquella tonta criatura. Una vez que estuvo listo, se encaminó a la puerta, pero ella lo detuvo.
Pero se detuvo bruscamente al ver un enorme perro plateado que se posaba a su lado.