No fue fácil. Nada lo fue.
Porque cuando una mujer ama de verdad, irse también duele.
No importa cuántas veces la hayan traicionado. No importa cuántas mentiras haya recogido del suelo. Aún con el corazón roto… ella quiere quedarse.
Pero ese día, algo cambió. Se miró al espejo con los ojos cansados. No era solo tristeza: era decepción, era desgaste, era sentirse extranjera en su propio amor.
Porque él ya no estaba. Porque él se había ido sin irse. Porque había hecho todo para que ella se marchara… y aún así esperaba que se quedara.
Ella había callado su incomodidad. Había disfrazado su intuición. Había defendido a un hombre que ya no la defendía a ella.
Pero ese día… Ese día se cansó de esperarlo. No fue un escándalo. No hubo gritos, ni drama. Solo una decisión. Silenciosa. Firme. Interna. Sabía que aún lo amaba. Sabía que lo iba a extrañar. Sabía que vendrían noches de sueños con su nombre.
Pero también sabía que quedarse le iba a doler más. Así que se fue. No por falta de amor, sino por dignidad. Por cansancio. Por respeto a su corazón. Por amor propio. Y en su mente quedó esa frase que ahora la acompaña como escudo:
“Te amo… pero no me quedo donde ya no soy elegida.”