Había pasado por todo.
El amor ciego, el desamor lento, el abandono disfrazado de compañía.
Había llorado por las noches, se había preguntado mil veces qué le faltaba, y había intentado cambiarse por amor. Pero ya no. Porque ahora lo entendía: no siempre se necesita a alguien para seguir.
A veces, lo único que se necesita… es a una misma. Había dejado de buscar respuestas en bocas ajenas. Había dejado de mirar perfiles, de esperar disculpas, de esperar cualquier cosa.
Ya no caminaba con la esperanza de encontrarse con alguien, sino con la certeza de reconocerse a sí misma. La compañía más valiosa era la suya. La paz más honesta era la que encontraba en su propio silencio.
Y el amor más real… era el que empezaba a darse sin condiciones. Se volvió fuerte. No por orgullo, ni por coraza. Sino porque se cansó de depender. Porque comprendió que no hay nada más triste que olvidarse de una misma por miedo a estar sola.
Y ya no tenía miedo. Ahora soñaba con sus metas, con sus caminos, con sus logros. Y si un día el amor volvía… estaría bien. Pero ya no lo esperaba. Porque ella se bastaba. Cada paso que daba era por ella. Cada sueño nuevo era suyo.
Cada sonrisa… también. Por fin entendió que su felicidad no dependía de otro nombre, ni de otra presencia, ni de un “buenos días” en el celular. Su felicidad era despertarse sabiendo que no se está abandonando. Era elegirse todos los días.
Y caminar sola, sí, pero ligera, libre y llena de ella. Porque el amor más eterno, más fiel, más poderoso… es el que se promete y se cumple a sí misma. Y ella lo estaba cumpliendo.
Por fin.