Ahora los días ya no dolían.
Eran suyos. No tenía que esperar a nadie para salir, ni inventar excusas para quedarse. Ya no pedía permiso para ser.
Era. Simplemente era. Se levantaba temprano.
A veces con sueño, otras con energía, pero siempre con el corazón en construcción. Descubrió que le gustaba el silencio de las mañanas. Que escribir le salvaba. Que caminar sola no era soledad, sino libertad.
Que un café caliente podía sostenerla más que mil promesas. Que no todo lo tenía que compartir con alguien para que valiera la pena. Empezó a poner orden a sus sueños.
A retomar ideas que antes había dejado guardadas por “falta de tiempo” (pero que en realidad había abandonado por darlo todo a otros). Volvió a estudiar. O a pintar. O a crear. Volvió a inventar su vida sin esperar validación de nadie. Tenía metas. Pero esta vez no eran para demostrar nada.
Eran solo para ella. Y cuando se miraba en el espejo, ya no buscaba belleza… buscaba paz. Sabía que no era perfecta. Que aún tenía heridas, y días grises. Pero también sabía que nunca más se dejaría de lado por nadie. La vida seguía. Y esta vez, la estaba construyendo con sus propias manos.
Ladrillo a ladrillo. Meta a meta. Verso a verso. Paso a paso. Sin depender. Sin mendigar. Sin romperse para que alguien más estuviera cómodo. Esta era ella. No nueva. No cambiada.
Solo… recuperada.