Después de todo

Introducción

Ana había estado disfrutando los últimos momentos antes de la ceremonia, rodeada de sus damas de honor y una atmósfera que, hasta ese instante, había sido perfecta. Todo estaba en su lugar: el aire olía a rosas frescas, las luces reflejaban un azul celestial que evocaba la serenidad que tanto había planeado, y Kevin, su prometido, se veía impecable mientras conversaba con los invitados. Pero entonces, una ola de murmullos alteró la armonía.

Al principio, Ana intentó ignorarlos. Las bodas siempre traían algún tipo de drama menor, pensó. Sin embargo, cuando las miradas comenzaron a converger hacia la entrada, supo que algo iba mal. Siguió el rastro de los ojos curiosos hasta que la vio: una mujer alta, envuelta en un vestido blanco brillante que no dejaba nada a la imaginación, caminaba con una elegancia desafiante por el pasillo principal de la iglesia. No necesitó preguntarse quién era; lo supo en el instante en que sus ojos se cruzaron.

«Valentina». El nombre resonó en su mente como un golpe seco. Había escuchado de ella antes, en conversaciones a medias, susurros que Kevin evitaba profundizar. Según él, era solo una compañera de la universidad, alguien con quien había perdido contacto después de graduarse. Sin embargo, Ana recordaba su rostro de una foto que él guardaba y que ella había encontrado por casualidad.

Apretó los labios, tratando de mantener la compostura mientras observaba a su prometido girarse hacia la recién llegada. Su rostro, normalmente tan sereno, se había transformado en una máscara de desconcierto y… ¿culpa? Aquello era inaceptable.

—¿Quién demonios la dejó entrar? —murmuró entre dientes, sus palabras apenas audibles para su dama de honor más cercana.

Pero nadie respondió. Todos parecían atrapados en la escena que se desarrollaba ante ellos, como si Valentina fuese una actriz en el clímax de una obra de teatro cuidadosamente planeada.

Decidida a no ceder terreno, Ana se enderezó, ajustó la caída de su vestido y caminó hacia la recién llegada con pasos firmes, sintiendo cada par de ojos en la sala seguirla. No iba a permitir que aquella mujer arruinara su día.

—Disculpa —dijo cuando estuvo lo suficientemente cerca, su tono cortante y preciso—, ¿debería conocerte? Porque, sinceramente, no recuerdo haberte invitado. ¿Vienes como invitada del novio?

Valentina sonrió, y Ana reconoció al instante esa sonrisa como un arma cuidadosamente calculada. Era todo menos amable: una mezcla de desafío y desprecio que encendió una chispa de furia en el pecho de la novia.

—No, no soy invitada de Kevin —respondió Valentina, su voz suave pero cargada de intención.

Ana arqueó una ceja, desconcertada, mientras la mujer extendía una pequeña caja dorada. Ana la tomó casi por reflejo, sintiendo el peso del objeto en sus manos, y lo observó con desconfianza antes de dirigirle una mirada interrogante.

Valentina se inclinó ligeramente, reduciendo la distancia entre ambas, pero elevó su voz lo suficiente para que todos los presentes pudieran escuchar lo que iba a decir.

—No soy su invitada —repitió con un tono dulce, aunque venenoso—, porque yo era su novia… hasta que me llegó la invitación a esta boda.

Un jadeo colectivo llenó la iglesia. Ana sintió que el color abandonaba su rostro, pero se negó a mostrar debilidad. Su corazón latía con fuerza descontrolada, y por un instante, todo a su alrededor pareció detenerse.




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