Después de todo

Capítulo VIII

El auto negro se detuvo frente al imponente edificio de la empresa familiar de ella. Amir, con la elegancia y educación que parecía innata en él, salió primero y rodeó el vehículo para abrir la puerta del lado de Ana.

—Señorita Díaz, —dijo con una leve inclinación de cabeza mientras le extendía la mano para ayudarla a salir—. Estamos listos.

Lo miró con una mezcla de irritación y sorpresa, pero no dijo nada. Tomó su mano de manera breve y bajó del auto. Él la siguió de cerca, sus pasos seguros y su presencia imponente atrayendo miradas desde el momento en que entraron al edificio.

Caminaron hacia el elevador bajo el murmullo de algunas empleadas que no podían evitar notar la presencia del hombre de ojos azules que caminaba tras ella como una sombra. Amir se adelantó ligeramente para pulsar el botón del elevador y, cuando este llegó, sostuvo la puerta para dejarla pasar primero.

—Después de usted —dijo, con esa sonrisa que parecía permanente.

Ana entró al elevador sin mirarlo, tratando de mantener la compostura mientras la frustración burbujeaba en su interior. La presencia de Amir la ponía nerviosa, pero no estaba dispuesta a darle el gusto de notarlo.

Cuando el elevador llegó al piso de la presidencia, Amir volvió a adelantarse para abrirle la puerta. Caminaron juntos por el pasillo principal, y las miradas de los empleados se posaron sobre ellos, cargadas de curiosidad y especulación. El árabe mantenía una postura impecable, como si fuera el dueño del lugar.

Justo antes de llegar a la oficina de la presidencia, se encontraron con Valentín Díaz, el padre de Ana, que salía de su despacho. Al verlos, Valentín frunció el ceño y se detuvo en seco.

—¿Quién es este hombre? —preguntó con un tono demandante, mirándolo de arriba abajo.

Antes de que Ana pudiera responder, Amir dio un paso adelante, esbozando una sonrisa encantadora y extendiendo la mano.

—Amir Al-Mansur, señor. Soy el asistente personal de su hija. Es un placer conocerlo.

El ceño de Valentín se profundizó mientras ignoraba la mano extendida y giraba su atención hacia Ana.

—¿Asistente personal? ¿Desde cuándo necesitas un asistente,hija? —preguntó con un tono severo.

Ana, que ya estaba al borde de su paciencia, suspiró, pero antes de que pudiera responder, y su ahora asistente intervino, hablando con naturalidad y un toque de humor.

—Entiendo que pueda sorprenderle, señor, pero soy altamente calificado. Hablo cinco idiomas, tengo una maestría en marketing y otra en gestión de empresas. Incluso podría enviarle mi currículum si lo desea.

Valentín lo miró como si no creyera una palabra de lo que decía, mientras Ana cerraba los ojos, intentando mantener la calma. Finalmente, ella habló, con un tono seco.

—Amir, mi oficina está al final del pasillo. Espérame ahí. Mi padre y yo necesitamos hablar.

—Por supuesto, señorita Díaz —respondió con una ligera reverencia, aunque la chispa divertida en sus ojos no pasó desapercibida.

Sin añadir nada más, Ana siguió a su padre hasta la oficina de la presidencia, sabiendo que la charla que estaba por venir sería tan incómoda como decisiva. Mientras caminaba, su mente se llenó de pensamientos sobre cómo librarse de este hombre. Una vez que terminara esta conversación con su padre, lo primero que haría sería reunirse con los abogados para revisar el contrato que Amir había presentado.

No podía permitirse que ese hombre siguiera complicándole la vida.

(***).

Amir abrió la puerta de la oficina con una mezcla de curiosidad y osadía, aunque ya había visto fotografías del lugar. Sin embargo, al cruzar el umbral, se encontró gratamente sorprendido. La oficina no solo reflejaba la elegancia de mujer, sino también su impecable sentido del orden y el buen gusto.

Las paredes estaban decoradas con tonos neutros y acentos dorados que añadían un toque de sofisticación. Los muebles combinaban líneas modernas con detalles clásicos: un escritorio de madera oscura perfectamente organizado, acompañado por una silla ergonómica que no sacrificaba el estilo. En una estantería cercana, varios libros de negocios y arquitertura compartían espacio con delicadas piezas decorativas. Todo parecía estar en su lugar exacto, transmitiendo una sensación de equilibrio y perfección.

Pero lo que más llamó la atención de Amir fue el inmenso ventanal que dominaba una de las paredes. La vista era espectacular: toda la ciudad de Nueva York se extendía ante él, con sus rascacielos brillando bajo la luz del sol. La imponencia de la ciudad parecía un reflejo de la propia Ana, poderosa y llena de determinación. Amir se acercó al cristal, quedándose un momento en silencio mientras observaba el paisaje. Una leve sonrisa se dibujó en su rostro.

—Increíble… —murmuró para sí mismo.

El sonido de su teléfono interrumpió su momento de contemplación. Sacó el dispositivo de su bolsillo y, al ver el nombre de su asistente en la pantalla, frunció el ceño antes de aceptar la llamada.

—¿Qué ocurre? —preguntó con voz calmada, pero firme.

—Señor, su padre me pidió que lo contactara. Insiste en que debe viajar de inmediato. Todo está preparado para formalizar su matrimonio con la hija del emir. —La voz del asistente sonaba seria y profesional, pero Amir sintió como si una carga pesada cayera sobre sus hombros.




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