Después de todo

Capítulo XVII

La habitación pareció llenarse de un silencio reverente, donde solo el sonido de sus respiraciones entrecortadas y el latido acelerado de sus corazones marcaban el ritmo de lo que estaba por suceder. Amir la miró con una devoción casi sagrada, sus dedos trazando un sendero lento sobre su piel, como si quisiera memorizar cada curva, cada estremecimiento que provocaba en ella.

—Eres hermosa, Ana —susurró con su voz impregnada de emoción y deseo contenido.

Ana se sintió vulnerable bajo aquella mirada, pero no con vergüenza, sino con una emoción indescriptible. Nunca antes alguien la había tocado de esa forma: con tanto respeto, con tanta ternura y, al mismo tiempo, con un deseo que la hacía arder desde lo más profundo.

Los labios de Amir descendieron por su cuello con la misma devoción con la que se toca algo sagrado. No tenía prisa. No buscaba solo poseerla, sino adorarla, hacer de ese momento un recuerdo imborrable. Ana cerró los ojos, dejando que el placer la envolviera, entregándose a cada caricia que él le regalaba.

—Dime si quieres que me detenga —murmuró contra su piel, dejando un rastro de besos hasta su clavícula.

—No… —susurró ella, con la voz temblorosa, pero llena de certeza—. No quiero que te detengas.

Amir alzó la vista y se encontró con sus ojos brillantes por la excitación. Acarició su rostro con delicadeza y le regaló un beso lento, profundo, en el que vertió todo lo que sentía por ella. Y entonces, con infinita paciencia, continuó explorándola con labios y manos, despertando sensaciones que nunca había experimentado antes.

Cada toque, cada beso, era una promesa de amor y cuidado. Él no tenía prisa. Quería que ella sintiera cada segundo, que su cuerpo y su alma comprendieran que aquello no era un simple arrebato de pasión, sino un lazo que los uniría para siempre.

Ana, perdida en la dulzura de sus caricias, arqueó el cuerpo contra el suyo, buscando más, necesitando más. Sus manos recorrieron su espalda, sintiendo la fuerza contenida en sus músculos, la manera en que temblaba ligeramente bajo su contacto.

Cuando él finalmente la tomó, lo hizo con una delicadeza exquisita, asegurándose de que cada movimiento fuera un susurro de placer en lugar de un roce de dolor. Sus labios no dejaron de acariciar los suyos, como si con cada beso quisiera recordarle que estaba allí, que no había prisa, que su única intención era amarla.

Ana lo sintió llenarla con una dulzura que la hizo contener el aliento, y cuando finalmente sus cuerpos se unieron por completo, Amir la sostuvo entre sus brazos como si fuera su tesoro más preciado.

—Eres mía… —susurró contra su oído, con la voz entrecortada—. Y yo soy tuyo, para siempre.

Lo abrazó con fuerza, dejando que el placer la envolvieran por completo. Sus cuerpos se movieron en una danza lenta, marcada por suspiros y gemidos ahogados, hasta que ambos alcanzaron el punto donde ya no existía nada más en el mundo, excepto ellos dos y el deseo que ardía entre sus cuerpos.

Cuando la tormenta de sensaciones finalmente se disipó, la acunó en su pecho, dejando un beso tierno en su frente. Ana, aún envuelta en la calidez de su abrazo, suspiró con satisfacción, sabiendo que algo dentro de ella había cambiado para siempre.

La habitación quedó envuelta en un silencio cálido, interrumpido solo por la respiración entrecortada de ambos mientras el fuego de su unión se disipaba poco a poco. Ana, aún envuelta en los brazos de Amir, sintió su corazón latir desbocado contra su pecho. Su piel estaba encendida, su cuerpo aún temblaba levemente por la intensidad de lo que acababa de suceder, y sin embargo, su mente estaba atrapada en una maraña de pensamientos.

¿Cómo era posible que este hombre hubiera despertado en ella emociones tan profundas y desconocidas en tan poco tiempo? Nunca antes había sentido algo así con Kevin. Por más años que pasó a su lado, por más promesas que se hicieron, jamás había experimentado el fuego que este hombre había encendido en ella con un solo beso, con una sola caricia. Quizás por eso nunca se había entregado a Kevin. Tal vez, en el fondo, siempre supo que lo suyo no era amor, sino una costumbre disfrazada de compromiso.

Se removió ligeramente en los brazos del árabe, que aún la sostenía con una suavidad reverente, como si fuera su posesión más preciada. Él, con los ojos entrecerrados y una expresión de absoluta satisfacción, deslizó los dedos por su espalda en un gesto inconsciente, perdido en la sensación de tenerla así, entre sus brazos.

Para él, esto era más que un encuentro de pasión. Había esperado demasiado tiempo, había contenido sus sentimientos durante años, y ahora la tenía allí, rendida en su abrazo. Si aquello era un sueño, no quería despertar.

—¿Estás bien? —murmuró, su voz profunda y rasposa por el desgaste del placer.

Ana asintió levemente, sin atreverse a mirarlo directamente. Tenía miedo de que él pudiera leer en sus ojos el torbellino de emociones que la azotaban. Amir la observó en silencio, como si tratara de descifrar sus pensamientos. Con un movimiento delicado, deslizó los dedos por su mentón y la obligó a levantar la vista.

—¿Te arrepientes? —preguntó con seriedad, sin rastro de broma en su tono.

Ana abrió la boca para responder de inmediato que no, porque arrepentimiento no era la palabra adecuada. Pero entonces se dio cuenta de que no estaba segura de qué decir. No se arrepentía de haber estado con él, de haber sentido su piel contra la suya, de haber experimentado algo tan increíblemente intenso. Lo que la aterraba era lo que vendría después, lo que esto significaba para ambos.




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