Después de todo

Capítulo XXI

Amir no la soltó, ni siquiera intentó dejar que sus pies tocaran el suelo. Con Ana firmemente sujeta en sus brazos, sus corazones latiendo próximos, comenzó a andar en sentido contrario a las escaleras. Su mirada azulada se clavó en la de ella, oscura y llena de determinación.

—Eres mía. Siempre lo serás, porque yo he sido tuyo desde hace mucho tiempo —murmuró con voz profunda, cargada de una certeza irrefutable.

Ana se retorció entre sus brazos, luchando contra la embriagadora sensación de su proximidad.

—No le pertenezco a nadie, ¿me oyes? ¡Eres un estúpido troglodita! Y ni siquiera sabes adónde vas, las escaleras están en la otra dirección —espetó con fastidio.

Justo en ese momento, Amir llegó hasta una puerta. Con una sonrisa ladeada y sin soltarla, colocó su huella sobre el panel de seguridad. La puerta se abrió con un suave pitido. Sin darle oportunidad de replicar, la apoyó contra la fría pared metálica, su cuerpo la atrapó con firmeza. Sus labios quedaron próximos a los de ella, el aliento de ambos mezclándose en el reducido espacio.

—Sé exactamente hacia dónde voy —susurró con confianza.

Accionó un botón y el elevador comenzó a descender. Sus miradas se encontraron. La tensión entre ellos se hizo insoportable, eléctrica. Amir se las ingenió con destreza para quedar entre sus piernas, aprisionándola suavemente contra la pared metálica del ascensor. Con calma, rozó sus labios con las yemas de los dedos y luego bajó lentamente por su escote, hasta el valle de sus senos.

Ana jadeó ante el contacto, su piel encendiéndose con una reacción instintiva. Se negó a admitir cuánto le afectaba. Se negó a reconocer que nunca antes había sentido algo así. No podía seguir cediendo ante un desconocido… aunque ese desconocido lograba hacerla temblar con un simple roce.

Amir se inclinó hasta su oído y murmuró con voz grave y satisfecha:

—Puedes resistirte cuanto quieras, pero tu cuerpo me reclama. Tiembla bajo mi tacto, me pertenece aunque aún no lo admitas.

Abrió la boca para discutir, pero no le dio la oportunidad. Con una necesidad primitiva, tomó sus labios sin delicadeza, besándola como si en ello le fuera la vida. No fue un beso tierno ni mesurado; fue feroz, arrebatado, cargado de deseo.

Y ella… ya no se resistió. Se entregó con la misma intensidad, sus manos aferrándose a su nuca, su cuerpo cediendo al suyo. Jadeó en su boca, perdida en la sensación, necesitando más de este hombre que ponía su mundo a girar con un solo roce y sintiendo su dureza contra su centro.

Tan sumidos estaban en su pasión que no notaron que el elevador ya había llegado a su destino. Las puertas se abrieron con un suave sonido, revelando la espaciosa sala del penthouse del príncipe árabe. Pero lo que no esperaban era el público que los observaba desde los grandes sofás.

Un carraspeo incómodo rompió el instante.

—Vaya… No quería interrumpir —comentó una voz con evidente diversión.

Ana se tensó de inmediato, apartándose con rapidez, mientras el rubor cubría su rostro. Él, en cambio, esbozó una sonrisa ladeada, sin soltarla por completo, disfrutando del efecto que tenía sobre ella.

—Parece que tenemos compañía —susurró contra sus labios antes de soltar una suave risa.

Rlls, aún con el corazón desbocado, sintió que la vergüenza la consumía. Pero más allá de eso… aún sentía el ardor del beso en sus labios, el deseo latente que la consumía por este hombre y nublaba su razón.

—Bueno, al menos llegaron con ropa —dijo una voz femenina con diversión evidente—. Me recuerdan a mí en mis tiempos. Claro que cuando las puertas se abrieron, toda la familia de mi esposo estaba esperando y yo solo llevaba ropa interior y mi vestido estaba hecho tiras en el suelo.

Ana sintió que su rostro ardía y se separó de golpe de Amir, quien, en cambio, negó con la cabeza y soltó una risa baja, imaginándose la escena. Luego, sin más, avanzó hacia la mujer y la abrazó con devoción.

—Madre… —murmuró con cariño.

Ana parpadeó, todavía procesando la situación, mientras su vergüenza se intensificaba al darse cuenta de que la mujer que presenció todo era nada menos que la madre de este árabe insoportablemente hermoso.

Amir tomó su mano con suavidad, su voz era cálida y tranquila al hacer las presentaciones.

—Madre, ella es Ana. Ana, mi madre, Zaira. Única esposa del Jeque Amed Al-Mansur.

Zaira arqueó una ceja y miró a su hijo con una sonrisa traviesa.

—Más le vale a tu padre o conocerá lo que es la sangre latina —dijo con tono amenazante, pero con un destello de humor en los ojos.

Ana no pudo evitar sonreír ante el comentario, relajándose apenas. Se hicieron las presentaciones pertinentes y, con la dignidad que pudo reunir, se disculpó y anunció que se retiraría a su departamento. Trató de dar un paso, pero apenas movió el pie, Amir la levantó en brazos nuevamente, ignorando su protesta inmediata.

—No hay nada más testarudo que una latina —dijo con resignación, pero con un brillo divertido en la mirada—. Sabes que no puedes apoyar el pie, pero como buena necia, insistes en caminar.

Zaira observó la escena con una sonrisa llena de diversión y miró la con complicidad.




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