Después de todo

Capítulo XXVI

El palacio de los Al-Mansur resplandecía con la calidez de las lámparas de cristal y el reflejo dorado de los candelabros de bronce. La noche en Isla Dalma era suave, con la brisa marina acariciando los jardines y el eco lejano del agua besando la costa. El gran salón, decorado con intrincados arabescos y tapices bordados a mano, estaba dispuesto para la ocasión con largas mesas adornadas con centros de dátiles, almendras y pétalos de jazmín.

A la hora acordada, las puertas del palacio se abrieron para recibir a la distinguida familia del Emir de Isla Qadira. Jalil Al-Qadiri, un hombre de porte imponente y barba bien cuidada, encabezaba la comitiva con la dignidad de su linaje. Su túnica blanca, bordada con hilos de oro, relucía bajo las lámparas, y su bisht de un azul profundo le otorgaba una presencia majestuosa.

A su lado, su primera esposa, Samira bint Rashid, caminaba con la gracia de una reina. Vestía un caftán de terciopelo burdeos con bordados en oro, y su hiyab, del mismo tono, estaba finamente adornado con delicadas perlas. Sus ojos oscuros y serenos inspeccionaban la sala con discreción. La seguían dos de sus hijos:

Salim Al-Qadiri, el mayor, con una postura firme y mirada observadora. Vestía una dishdasha color arena con un cinturón de cuero y un turbante a juego, reflejando su posición como heredero.
Liana Al-Qadiri, la joven a quien deseaban comprometer con Amir, vestía un hermoso vestido de gasa azul celeste con detalles plateados. Su cabello oscuro caía en una trenza elegante y sus manos estaban decoradas con henna en patrones delicados.

Detrás de ellos, la segunda esposa del Emir, Nadia bint Karim, avanzaba con una gracia silenciosa. Su abaya en tonos marfil y dorado era sutilmente más modesta, y su expresión reflejaba una mujer sabia y reservada. Junto a ella, sus hijas:

Amina, de mirada vivaz, llevaba un vestido verde esmeralda con detalles dorados.
Layla, envuelta en un caftán lavanda con bordados en plata, lucía radiante.
Soraya, la menor, vestía en tonos rosados y observaba el lugar con curiosidad.

Por último, la tercera esposa del Emir, Farah bint Ziyad, se presentó con una túnica de seda en tonos rojizos, su porte elegante y orgulloso. Caminaba acompañada de sus hijos varones:

Rayyan Al-Qadiri, el primogénito de su madre, vestía una dishdasha gris oscuro y un keffiyeh negro, con una expresión tan serena como afilada.
Zaid, aún joven, lucía una túnica color marfil y observaba con atención el lugar.

El Jeque Al-Mansur y su esposa recibieron a los invitados con la hospitalidad digna de su linaje. Él, con su tradicional dishdasha blanca y un bisht negro con ribetes dorados; ella, con un elegante vestido color marfil de corte moderno, con detalles de encaje árabe en mangas y escote, reflejando el equilibrio entre tradición y modernidad.

Junto a ellos, Amir, de impecable presencia, vestía una dishdasha negra con bordados discretos en el cuello y las mangas. Su bisht era azul medianoche, en sintonía con el de su padre, pero su porte era aún más desafiante.

Cuando el Jeque presentó a su hija, Nadia Al-Mansur, ella inclinó la cabeza con gracia. Su kaftán de seda azul real y su cabello recogido en un moño sofisticado la hacían ver distinguida.

—Es un honor recibirlos en nuestro hogar —dijo el Jeque con solemnidad y el Emir asintió.

—La hospitalidad de la casa Al-Mansur es bien conocida. Es un placer estar aquí.

Los saludos formales dieron paso a una conversación protocolaria mientras los invitados tomaban asiento en la gran mesa dispuesta para la cena.

Los sirvientes, vestidos con túnicas azul oscuro, sirvieron una variedad de platos exquisitos: cordero asado con especias, arroz con almendras y azafrán, mariscos frescos, pan recién horneado, dátiles y miel. La conversación se mantuvo dentro de la formalidad esperada, girando en torno a la economía, el comercio entre ambas islas y la estabilidad política de la región.

El Emir, con la voz pausada y firme, habló sobre los beneficios de fortalecer los lazos entre sus familias, mientras que su esposa Samira, con elegancia, mencionó la educación y la preparación de Liana para ser una esposa digna de un heredero.

Amir, aunque mantenía un rostro impecable en su expresión, sentía el peso de cada palabra. Respondía con cortesía, sin comprometerse, pero sin mostrarse abiertamente en desacuerdo.

Liana, por su parte, hablaba con voz delicada pero segura, dejando claro que estaba bien preparada para la posición que se esperaba que ocupara. Sin embargo, Amir la observaba con la misma distancia que observaría una negociación política.

Tras la cena, los invitados fueron guiados a un gran salón abierto al patio, donde la noche traía consigo un cielo estrellado y el murmullo de las fuentes. Alfombras y cojines estaban dispuestos en torno a una tarima baja donde músicos comenzaban a tocar el qanun y el ney, llenando el aire con melodías tradicionales.

Las mujeres se reunieron en pequeños círculos, compartiendo té y dulces, mientras los hombres continuaban con conversaciones más políticas.

El Jeque se volvió hacia su hijo con una mirada significativa.

—La velada apenas comienza. Asegúrate de ser un buen anfitrión.

Amir esbozó una leve sonrisa y asintió, pero su mente estaba lejos de la velada. A cada momento, pensaba en Ana, en el futuro que debía asegurar para ambos. Esperaba que fueran las once de la noche para marcarle y poder escuchar su voz.




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