Amir salió de la habitación de su hermana con el ceño fruncido y los pensamientos revueltos en su mente. Sus pasos resonaron firmes por el largo pasillo del palacio, mientras se ajustaba la manga de su túnica con un movimiento brusco. La conversación con Nadia lo había dejado inquieto, pero también decidido. No permitiría que nadie, ni siquiera su padre, lo obligara a tomar un camino que no deseaba.
Cruzó la galería principal, donde las amplias ventanas permitían que la luz del sol bañara los mosaicos del suelo. Los guardias apostados en las esquinas lo saludaron con respeto, pero Amir apenas reparó en ellos. Sus ojos estaban fijos en una figura que emergía del otro extremo del corredor.
—Padre —lo llamó, acelerando el paso.
El jeque, su padre, se detuvo frente a la puerta de su despacho. Lo observó con curiosidad y algo de fastidio.
—¿Qué ocurre, Amir? Iba de salida.
—Necesito hablar contigo. Es urgente. —El tono firme de su hijo hizo que el jeque frunciera el ceño. Lo estudió por un instante y luego asintió.
—De acuerdo. Entremos.
El despacho del jeque era amplio, con muebles de madera oscura que contrastaban con las paredes adornadas con tapices que narraban la historia de la isla Dalma. Una gran biblioteca ocupaba un costado de la sala, y el imponente escritorio de su padre dominaba el espacio.
Amir cerró la puerta tras de sí y se volvió hacia su progenitor.
—Padre… —comenzó, pero se detuvo un instante, buscando las palabras correctas—. Quiero dejar algo claro: aunque Liyana fuera la única mujer en este mundo... no me casaré con ella. —El jeque arqueó una ceja, cruzando los brazos sobre su pecho.
—¿Aunque Ana no existiera?
—Aunque Ana no existiera —reafirmó Amir con firmeza—. Es una decisión tomada. —El rostro del jeque se endureció.
—Sabes que esta mañana acordamos reunirnos con el Consejo para discutir tu compromiso antes de tomar una decisión definitiva. No puedes dejar esto así.
—Lo sé, pero cuando veas lo que tengo que mostrarte, no dudarás en apoyarme.
Amir se dirigió a la mesa auxiliar junto a la biblioteca, donde un proyector descansaba sobre una base de madera. Con destreza, conectó su teléfono y encendió el aparato. El gran monitor que ocupaba la pared del despacho cobró vida, mostrando la pantalla de su móvil.
—¿Qué es esto? —preguntó el jeque, impaciente.
—Una prueba que no puedes ignorar. —Con un toque, reprodujo el video que Nadia había grabado. La imagen se iluminó, mostrando a Liyana y a Tamá juntos en el jardín. Se mostraron los detalles de la conspiración entre ellos y como pretendían manipular toda la situación, además de la intimidad evidente entre ellos.
«—No podemos fallar, Tamá —susurró Liyana con una dulzura envenenada—. Debo casarme con Amir y tú con una de mis hermanas, así estaremos cerca».
Las palabras que siguieron fueron una mezcla de conspiración y manipulación. El rostro del jeque se endureció progresivamente, sus manos se cerraron en puños y sus labios se apretaron en una línea tensa.
Cuando el video terminó, el silencio fue abrumador.
—¿Lo ves ahora? —afirmó apagando el proyector—. No puedo casarme con una mujer que planea utilizarme para sus propios fines.
El jeque inspiró hondo y se pasó una mano por la barba, todavía mirando la pantalla apagada como si la traición de Liyana aún flotara en el aire.
—Hiciste bien en mostrarme esto —dijo finalmente con su voz grave—. Lo hablaremos con el Consejo... pero no será fácil.
—Estoy preparado —afirmó Amir, con la determinación grabada en cada palabra—. No dejaré que decidan por mí, solo te pido, me dejes hacer.
El jeque lo miró largo rato, como si viera en su hijo al hombre que algún día tomaría su lugar.
—Espero que lo estés —murmuró—. Porque esto apenas comienza.
—Voy a traer a Ana. Todo está listo.
El jeque entrecerró los ojos.
—¿Traerla aquí?
—Sí —confirmó el príncipe—. En nuestras tierras, bajo mi control, podré protegerla mejor.
El jeque se mantuvo en silencio, paseando la mirada por la habitación como si buscara en las paredes una respuesta que no encontraba.
—¿Y crees que eso bastará? —dudó—. Sabes que hay quienes no verán con buenos ojos que una extranjera ocupe un lugar tan cercano a ti.
—Confía en mí, padre —insistió Amir, firme—. Sé lo que estoy haciendo. Ana es mi responsabilidad y no voy a permitir que nada le ocurra. —El jeque soltó un leve suspiro y se acercó a su hijo, posando una mano en su hombro.
—Está bien —cedió finalmente—. Pero no será fácil… y tampoco barato. Tu latina tiene carácter.
—Lo sé —Amir sonrió con orgullo—. Pero estoy preparado para lidiar con eso. —El jeque dejó escapar una risa baja y negó con la cabeza.
—Intentaré, yo, ahora, domar a mi loca latina... aunque dudo que me lo ponga fácil — le dijo su padre a modo de despedida.
—Tendrás que ponerle mucho esfuerzo —reconoció Amir, divertido. —El jeque se dirigía ya hacia la puerta cuando Amir lo detuvo, nuevamente.
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Editado: 10.04.2025