Un hombre árabe se encontraba de pie junto a una amplia ventana, con la mirada perdida en el horizonte donde el sol comenzaba a ocultarse. La luz anaranjada teñía las paredes de la lujosa estancia, pero él apenas prestaba atención al paisaje. Con el teléfono móvil pegado a su oído, mantenía una expresión seria.
—As-salamu alaykum* —saludó en voz baja cuando la llamada fue respondida—. Todo está hecho. —Hizo una pausa breve, escuchando atentamente la voz del hombre al otro lado de la línea.
—Sí —asintió—. Las mujeres ya van en el avión. Todo se hizo tal como ordenó. Discreción total. No hubo inconvenientes, la operación, con el favor de Alá, será exitosa.
Su tono era firme, seguro, como si cada palabra estuviera medida con precisión. Paseó lentamente por la habitación, con la mano libre metida en el bolsillo de su túnica.
—La otra parte del plan también se ha ejecutado —agregó, bajando aún más la voz—. Justo, como usted dispuso. Hubo poco tiempo para coordinarlo, pero cuando el equipo es profesional todo se soluciona. —Guardó silencio, dejando que su interlocutor asimilara la información.
—Por supuesto —continuó tras la pausa—, estaremos atentos por si surge algún imprevisto, pero le aseguro que todo marcha según lo planeado.
El hombre escuchó las últimas palabras de su interlocutor y sonrió apenas, una mueca fría que no alcanzó sus ojos.
—Insha'Allah**, todo saldrá bien —murmuró antes de colgar.
Se quedó inmóvil por un instante, observando la pantalla apagada del teléfono como si pudiera ver a través de ella. Luego inspiró hondo, volvió a guardarse el móvil en el bolsillo y se alejó de la ventana con paso tranquilo, seguro de que el juego acababa de comenzar.
(***)
El avión aterrizó suavemente en la pista privada, rodeada por un extenso paisaje árido que se perdía en el horizonte. El calor era sofocante, y el sol abrasador parecía hundirse en la arena. Las cuatro mujeres descendieron por la escalerilla.
Un hombre de aspecto severo, vestido con una túnica oscura y un pañuelo blanco sobre la cabeza, las esperaba junto a dos camionetas negras con vidrios polarizados. Sin mediar palabra, les indicó que subieran.
—¿A dónde nos llevan? —se atrevió a preguntar una de ellas, pero solo recibió una mirada gélida como respuesta.
Las mujeres se miraron entre sí, compartiendo una mezcla de angustia e incertidumbre. No tenían opción. Subieron a la camioneta sin resistencia, y pronto el vehículo comenzó a avanzar por un camino polvoriento que serpenteaba entre colinas rocosas y dunas interminables. El viaje fue largo, tenso y silencioso. El rugido del motor y el traqueteo de las piedras bajo las llantas fueron el único sonido que las acompañó.
Cuando finalmente el vehículo se detuvo, el silencio se volvió aún más inquietante. Antes de que pudieran reaccionar, las puertas traseras se abrieron de golpe y varios hombres armados aparecieron frente a ellas.
—¡¿Qué están haciendo?! —gritó una de las mujeres, pero no hubo respuesta.
Sin advertencia, las sujetaron con rudeza. Cada una fue amordazada con fuerza y sus cabezas cubiertas con telas ásperas que oscurecieron por completo su visión. El pánico se apoderó de ellas mientras las empujaban fuera del vehículo.
Sus pies tropezaban en el suelo pedregoso y sus cuerpos eran zarandeados sin cuidado. Una de ellas cayó, pero fue levantada bruscamente del brazo, como si fuera un simple bulto sin valor. Finalmente, luego de mucho andar, sintieron cómo las introdujeron en un lugar frío y húmedo. El eco de sus pasos retumbaba en las paredes, confirmando que estaban dentro de una cueva.
Con la misma brutalidad con la que fueron traídas, las arrojaron en un rincón oscuro como si fueran sacos de patatas.
Las capuchas les fueron retiradas de golpe, y la luz tenue que se filtraba desde la entrada de la cueva les permitió distinguir a sus captores: hombres armados, de rostros duros y miradas implacables.
No pasó mucho tiempo cuando una figura apareció en la entrada de la cueva. Un hombre alto, vestido con ropas tradicionales, se acercó con paso decidido.
—¿Cuál de ustedes es Ana? —preguntó en un perfecto inglés, su voz era firme y autoritaria. Las cuatro mujeres se miraron brevemente. No hizo falta decir nada. Como si lo hubieran ensayado, las cuatro respondieron al unísono:
—Yo. —El hombre frunció el ceño, confuso.
—¿Quién es la verdadera? —insistió, dando un paso más hacia ellas.
—Yo soy Ana —repitió la primera.
—No, soy yo —afirmó otra.
—Yo soy Ana —dijo la tercera.
—¡No! ¡Yo soy Ana! —agregó la cuarta con firmeza.
Se miraron entre sí, intercambiando miradas de valentía y complicidad, mientras las lágrimas traicioneras rodaban por sus mejillas. El miedo era real, pero en ese momento solo había una certeza: no se delatarían. La tensión en la cueva era espesa como el aire sofocante que las rodeaba. El hombre que había preguntado por Ana dio un paso al frente, con el rostro crispado por la furia.
—¡No se burlen de mí! —rugió, levantando la mano para golpear a una de ellas.
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Editado: 10.04.2025