Los miembros del consejo, hombres de avanzada edad con túnicas tradicionales, se encontraban sentados alrededor de una amplia mesa de madera tallada, símbolo del poder y la estabilidad del reino.
El silencio se rompió cuando uno de los consejeros más veteranos, el sabio Yusuf Ibn Khalid, se puso de pie.
—Honorable Jeque, Ahmed Al-Mansur —dijo con voz firme—, en vista de los recientes conflictos y la necesidad de fortalecer nuestras alianzas comerciales y políticas, creo conveniente plantear un asunto de suma importancia. —El Jeque, sentado en el centro de la mesa, asintió con serenidad, instando a que continuara.
—La familia del Emir de Isla Qadira es una de las más influyentes en la región —prosiguió Yusuf—. Y su hija, Liyana bint Al-Qadiri, es ampliamente reconocida por su respeto a nuestras tradiciones. Es un ejemplo entre las jóvenes de nuestras tierras: educada, devota y comprometida con los valores que defendemos. —Algunas cabezas asintieron en señal de aprobación.
—Una alianza entre nuestras familias —añadió otro consejero— fortalecería la estabilidad de ambas islas. No solo mejoraríamos las relaciones políticas, sino que también daríamos un mensaje claro de unidad en tiempos de incertidumbre.
—Liyana es, sin duda, la esposa ideal para el príncipe Amir Al-Mansur —intervino otro hombre, reforzando la idea—. Su linaje, su educación y su carácter la convierten en la mejor candidata.
Uno a uno, los consejeros expusieron sus argumentos, elogiando las virtudes de Liyana y destacando los beneficios que dicha unión traería para ambas naciones.
Cuando finalmente el silencio se instaló en la sala, todas las miradas se dirigieron al Jeque Ahmed Al-Mansur. Él se preparó para hablar, pero antes de que pudiera hacerlo, una voz firme se elevó desde el extremo opuesto de la mesa.
—Padre, si me permites... —dijo Amir Al-Mansur, poniéndose de pie.
Algunos de los consejeros intercambiaron miradas incómodas, y uno de ellos incluso frunció el ceño con desaprobación. No era habitual que el príncipe interviniera en asuntos del consejo sin previa autorización.
El Jeque hizo un gesto con la mano, indicando que su hijo tenía permiso para hablar.
—Entiendo las razones expuestas —dijo Amir, proyectando su voz con firmeza—. Pero mi postura es clara: no uniré mi vida a la de Liyana bint Al-Qadiri. —Una oleada de murmullos recorrió la sala, y algunos de los consejeros intercambiaron miradas escandalizadas—. No es una decisión que tomé a la ligera —continuó Amir, con el rostro severo—. He dedicado mi vida a cumplir con mis deberes y a respetar las tradiciones de esta tierra. Pero el bienestar de nuestra familia y nuestro pueblo no puede depender de una unión que carece de amor y voluntad mutua.
El Jeque Ahmed observó a su hijo durante un largo instante, su rostro impasible.
—¿Esa es tu decisión definitiva? —preguntó finalmente.
—Lo es —afirmó su hijo, sin titubear. El silencio que siguió fue tan denso como el aire del desierto antes de una tormenta.
El silencio en la sala se había vuelto opresivo. La voz grave del consejero de mayor edad, el respetado Yusuf Ibn Khalid, se elevó por encima del murmullo inquieto.
—Príncipe Amir —dijo con tono solemne—, con todo respeto, estás permitiendo que tus intereses personales nublen tu juicio. La unión con la familia del Emir de Isla Qadira no es solo una cuestión sentimental, es una decisión estratégica para el bienestar de nuestro reino. —Amir sostuvo la mirada del anciano sin titubear.
—Con todo el respeto que usted merece, honorable Yusuf —respondió con voz firme—, mi vida personal jamás ha interferido en mis obligaciones como príncipe. Y le aseguro que nunca estará a disposición de este consejo ni de ninguna otra entidad política. Valoro profundamente su sabiduría y guía, pero no permitiré que interfiera en mi vida personal. —Algunas cabezas giraron entre los miembros del consejo; la tensión era palpable.
—Entonces —intervino otro consejero, un hombre robusto, de barba espesa—, ¿qué asegura que usted garantizará la descendencia necesaria para la estabilidad del trono? Si no lo hace, su primo Tamá deberá asumir el cargo. Él también ha demostrado ser un hombre preparado y comprometido con el reino. —Amir esbozó una sonrisa fría.
—¿Mi primo Tamá? —repitió—. Permítame recordarle que él tampoco tiene descendencia ni un compromiso oficial. —La sala quedó en silencio mientras Amir caminaba lentamente hacia una pantalla instalada en la pared del consejo.
—De hecho —continuó—, en lugar de garantizar la estabilidad del reino, mi primo ha estado conspirando para su propio beneficio.
Con un control remoto, proyectó el video que su hermana Nadia había grabado. En la pantalla aparecieron Tamá y Liyana en el jardín, conversando en susurros, con gestos evidentes de complicidad. Las palabras eran audibles para todos, los gestos, las miradas furtivas y los movimientos discretos entre ambos hablaban por sí solos. Las imágenes no eran muy nítidas por la iluminación, aun así no dejaban espacio a las dudas. El silencio se hizo aún más pesado cuando el video terminó.
—Esto no prueba nada —espetó uno de los consejeros, en un intento desesperado de minimizar lo que acababan de ver—. Esa grabación es poco nítida, bien podría haber sido manipulada para culpar injustamente a Tamá y a Liyana.—Amir, con el ceño fruncido y los ojos encendidos, se volvió hacia el hombre.
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Editado: 10.04.2025