Después de todo

CapítuloXXXII

El ambiente en la sala del consejo seguía cargado de tensión. Amir Al-Mansur, con su porte imponente y su expresión de acero, permaneció de pie en el centro de la sala, dominando el espacio con su presencia. Su túnica tradicional ondeó con cada movimiento y su mirada helada recorrió a los presentes.

En ese momento, sintió la vibración de su teléfono en el bolsillo. Lo sacó y leyó el mensaje en la pantalla: «Todo listo». Una leve sonrisa de satisfacción cruzó su rostro antes de guardar el dispositivo y levantar la mirada hacia el consejo.

—Si alguno de ustedes aún tiene dudas sobre las decisiones que acabo de tomar, ahora puedo darles todos los elementos que necesitan para entender lo qué sucede. —Los consejeros intercambiaron miradas nerviosas. Algunos habían cuestionado sus acciones, pero la certeza en la voz del príncipe les indicaba que estaba por revelar algo importante.

Amir avanzó hasta la pantalla principal de la sala y tomó el control remoto del proyector.

—El video que mostré anteriormente fue grabado hace dos noches, aquí mismo, en este palacio, durante la cena ofrecida al Emir de Isla Qadira y su familia —explicó—. La persona que lo registró me lo entregó de inmediato, y tras verlo, decidí actuar. —El salón estaba en completo silencio, expectante.

—Fue entonces cuando hice pública mi decisión de traer a Ana a nuestras tierras. Sabía que, al escuchar esto, los traidores no podrían resistirse a actuar… y eso es exactamente lo que ocurrió.

Amir presionó un botón en el control, y la gran pantalla iluminó la sala con nuevas imágenes. Esta vez, el contenido era aún más impactante.

El video mostraba el momento del secuestro de cuatro mujeres. Las imágenes eran claras: hombres armados, vehículos sin identificación, capuchas cubriendo sus rostros.

El aire en la sala se volvió denso. Algunos consejeros se inclinaron hacia adelante, observando con incredulidad lo que ocurría en la pantalla. De pronto, el consejero mayor, Yusuf Ibn Khalid, se puso de pie con el rostro desencajado.

—¡Esto es inaceptable! —exclamó—. ¡Es impensable que algo así haya ocurrido bajo nuestras narices! —Amir se giró lentamente hacia él.

—Puede estar tranquilo, honorable Yusuf —dijo con tono frío—. Todos los responsables han sido capturados. —El anciano se llevó una mano al pecho, todavía en shock.

—¿Cómo…?

—Era evidente que el Emir de Isla Qadira utilizaba el acceso por Isla Dalma para llevar a cabo sus delitos —continuó Amir—. Pero ese acceso ha sido cerrado para siempre. —Un consejero de rostro curtido y barba espesa se aclaró la garganta.

—¿Y qué pasó con las mujeres? —preguntó, aún impresionado por la brutalidad de las imágenes. —El príncipe dejó que una sonrisa astuta cruzara su rostro.

—Las cuatro mujeres que ven en la pantalla… las que ellos querían secuestrar, no son Ana ni sus amigas. —La revelación provocó una oleada de murmullos en la sala.

—¿Qué? —preguntó otro consejero, visiblemente confundido.

—Son agentes especiales que tomaron el lugar de las verdaderas mujeres —explicó Amir—. Con la caracterización adecuada y siguiendo un plan preciso, nos aseguramos de que los secuestradores tomaran el cebo. La situación estuvo bajo control en todo momento y los delincuentes fueron detenidos sin margen de error.

Las imágenes continuaban mostrándose y en ese momento en que el sonido de las botas pisando la grava y el rugido de los motores. Las mujeres secuestradas fueron sacadas a empujones de la cueva, sus cuerpos todavía adoloridos por las patadas y golpes recibidos. Con brutalidad, los hombres armados las obligaron a subir a otra camioneta, apretándolas en la parte trasera sin miramientos.

El vehículo arrancó y avanzó por un camino polvoriento, iluminado apenas por los faros. El trayecto no fue largo, pero la tensión se acumulaba con cada segundo. Las mujeres, con la vista baja y el cuerpo encorvado, fingían sumisión mientras en sus mentes contaban cada giro, cada obstáculo, cada señal que pudiera servirles.

Cuando la camioneta se detuvo bruscamente, fueron sacadas con la misma rudeza con la que habían sido metidas. El lugar era un descampado, apartado, rodeado de dunas y sombras alargadas por la escasa iluminación. Otras camionetas esperaban en el sitio, y varios hombres armados custodiaban la zona.

Entonces, de uno de los autos más lujosos, descendieron dos figuras inconfundibles: el Emir de Isla Qadira y su hija, Liyana.

El Emir, con su túnica impecable y su mirada fría, observó a las mujeres con desprecio. A su lado, Liyana avanzó con furia contenida. Su mirada se clavó en una de ellas, la de cabello rosado.

—¡Tú! —espetó con veneno.

Sin previo aviso, Liyana cruzó la distancia entre ambas y le propinó una fuerte bofetada, haciendo que la cabeza de la mujer se girara por la fuerza del impacto.

—¡Maldita insolente! —escupió, su voz cargada de rabia—. ¡Tú y tus amiguitas se han atrevido a interponerse en mi camino y ahora lo van a pagar!

Las otras mujeres se tensaron, pero ninguna reaccionó. Se mantuvieron en silencio, con sus ojos llenos de aparente miedo, pero en realidad, cada músculo de sus cuerpos estaba preparado para el momento oportuno.




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