Después de todo

Epílogo

Cinco años habían pasado desde aquella noche de luces, música y una lluvia de pétalos en el club nocturno donde Amir, de rodillas, le pidió que fuera su esposa. Desde entonces, la vida de Ana había cambiado para siempre.

Ahora, el amanecer iluminaba con suavidad los ventanales de la habitación principal del palacio, el hogar que compartía con su príncipe desde que se casaron. A pesar de la belleza del entorno y la importancia del día, nada menos que la coronación oficial de Amir como nuevo soberano de Isla Dalma, el ambiente dentro de la habitación era... tenso. Muy tenso.

Ana, de pie frente al espejo, con los brazos cruzados y una ceja alzada, miraba con desprecio el atuendo que le presentaban dos empleadas del servicio.

—¿Esto es una broma, verdad? —espetó apuntando con el dedo a la prenda—. ¡Ni muerta me pondré eso! —Las mujeres se miraron entre sí, nerviosas.

—Mi señora… es el traje que se ha preparado para usted por indicaciones del príncipe y su madre. Forma parte del protocolo de la coronación. Debe vestir acorde a la ocasión.

—¿Acorde a qué? ¿A sofocarme en medio de mil capas? —dijo Ana dando un paso atrás como si el conjunto fuese un enemigo mortal—. Solo de verlo me dan ganas de arrancarme la piel. ¡Ve y busca a mi esposo! ¡Ahora! Quiero hablar con él.

—Su excelencia está reunido con su padre, señora… no podemos interrumpir. Es parte de los ritos de coronación. —Ana resopló, girando sobre sus talones con impaciencia.

—Pues dile que si no quiere que lo represente vestida de jeans y camiseta, más le vale que venga a resolver esto. Si quería una mujer que usara eso, no debió casarse con una latina. ¡Esto no me lo pongo! —Señaló de nuevo la prenda—. ¡Nunca he visto a mi suegra usando estos trapos! —La empleada tragó saliva, claramente superada. No había forma de hacerla entrar en razón, y tampoco quería arriesgarse a un conflicto con la señora del palacio.

Como si el destino hubiera escuchado su desesperación, en el momento se abrió la puerta y salió al pasillo apareció la madre de Amir, Zaira, con el pequeño Zayn en brazos, el hijo menor de Ana y Amir. El niño, con sus enormes ojos azules y mejillas regordetas, jugaba con el collar de perlas de su abuela, ajeno a todo drama.

—¿Está Ana lista? —preguntó la sultana con una sonrisa amable—. Ya casi es hora de bajar. —La empleada bajó la cabeza con vergüenza.

—Su majestad… la señora Ana se niega a vestirse. Dice que no usará el traje enviado. —Zaira arqueó una ceja, aunque en sus ojos brillaba la chispa de quien conocía bien el carácter de su nuera.

—Ah… —murmuró, reprimiendo una risa—. Eso me recuerda la crisis por el vestido de la boda. No le gustó ninguno de los cuarenta y tres modelos que le presentamos. Pero esto es diferente. No entiendo por qué se niega… el traje es moderno, elegante. Una creación de diseñadores europeos con detalles árabes. Llevará pantalones y una chaqueta bordada a mano. Nada de túnicas, ni capas sofocantes. Solo un delicado velo para cubrir el cabello durante la ceremonia. —Zayn aplaudió, encantado por los movimientos de todos, y balbuceó:

—Mamá guapa… mamá no enoja… —La abuela rio abiertamente y acarició el cabello del pequeño.

—Vayamos a ver a esa mamá que se niega a ser reina —dijo con dulzura, mientras se acercaban al vestidor.

La habitación era un campo de batalla en ese momento. Sobre la imponente cama de dosel yacían los restos destrozados de un niqab negro, desgarrado sin piedad, con jirones de tela por todos lados. Ana, en bata de seda marfil, se encontraba sentada al borde del colchón, tijeras en mano y el ceño fruncido como una tormenta a punto de estallar.

—¡Ni en mis peores pesadillas! —refunfuñaba mientras lanzaba una manga al suelo—. ¡Esta prenda es un grito de sumisión! ¡Una oda al patriarcado! ¡Una aberración del diseño! —Las empleadas estaban petrificadas en la esquina, sin atreverse a moverse. Una de ellas contenía las lágrimas; la otra, simplemente, miraba la escena como si su alma ya hubiese abandonado su cuerpo.

La puerta se abrió con suavidad y apareció la Zaira con su elegancia innata, su rostro sereno y el pequeño Zayn en brazos, quien, con sus rizos oscuros y ojos azules idénticos a los de su padre, agitaba los bracitos con emoción. La suegra frunció suavemente los labios al ver el caos.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó con calma, aunque su mirada ya analizaba los jirones en la cama.

Ana se giró al escuchar su voz y, al ver al pequeño, dejó caer las tijeras, extendiendo los brazos con una sonrisa. Su vientre, ya bastante pronunciado por el avanzado con su tercer embarazo, le impidió levantarse con gracia, pero nada podía detenerla de intentar cargar a su hijo.

—Mi niño… —murmuró, besando su mejilla mientras Zayn se reía, ajeno al drama—. No sabes lo horrible que ha sido tu madre esta mañana, dónde está tu hermano. —Zaira se acercó, aún con una expresión entre confundida y divertida, y acarició el vientre de su nuera con ternura.

—Debes calmarte, Ana. Tanto coraje no le hará bien a mi nieta —dijo con suavidad, posando una mano maternal sobre la curva de su embarazo—. El pequeño Samir está con su padre y su abuelo, según él aprendiendo a ser rey.

—¿Y cómo quiere que me calme? —Ana levantó la barbilla con esa vehemencia tan suya—. ¡Mire esto! —Señaló hacia los restos sobre la cama—. ¡¿Cómo esperaba que me pusiera eso?! ¡Solo los ojos al descubierto! ¡Me asfixié solo de pensarlo! ¡Nunca he visto a usted usar ese tipo de ropa! Y encima, me miraron con cara de que debía agradecerlo.




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