Cuando éramos niños, esto se percibía como algo normal y no se veía nada malo en ello. Solo ahora, al recordar esos tiempos, todo se contrae involuntariamente por dentro. Entonces a menudo nos gustaba llamar al Duende. Para hacerlo, esparcíamos harina sobre la mesa, dibujábamos un círculo en ella que dividíamos en cuatro partes, y en la intersección de las líneas poníamos algo dulce, como un caramelo o una galleta.
Después decíamos un conjuro para que el Duende viniera y disfrutara de la comida, y nos íbamos a la habitación de al lado, ya que nunca aparecía a la vista. Cuando regresábamos después de media hora, el aperitivo seguía en su lugar original y había huellas claras de las patas de un gato en la harina. Además, nunca hubo animales en nuestra casa.