La semana siguiente se llenó de silencios nuevos. No eran los silencios cómodos de quienes disfrutan la mutua compañía sin hablar; eran pausas densas, llenas de palabras no dichas, de dudas, de preguntas que Emma no se atrevía a formular.
Desde la llamada de “Catalina H.”, algo en Leo había cambiado. Seguía atendiéndola con gestos, besos, y la sonrisa que tanto la enamoraba, pero su mirada… su mirada ya no llegaba completa.
Emma lo observaba sin que él lo notara. Notaba cómo respondía mensajes con el ceño fruncido, cómo se encerraba más tiempo en la oficina con “reuniones virtuales”, y cómo se quedaba mirando al vacío después de colgar el teléfono.
Una noche, mientras Leo dormía, Emma se levantó en silencio. El insomnio era ya una presencia familiar. Se sentó en el sofá del salón, abrazada a una manta. No quería desconfiar. No quería convertirse en la mujer que espía teléfonos o rebusca en cajones. Pero algo en su interior gritaba que ya no todo estaba bien.
Recordó una conversación con su madre, años atrás, cuando su primera relación seria terminó en traición.
> —Cuando un hombre te empieza a ocultar partes de su vida, no es porque no quiera preocupar, hija. Es porque ya decidió no incluirte en todo.
—¿Y cómo se sabe eso?
—Porque aunque te toque, ya no te siente.
Emma sintió un escalofrío. Y sin saber por qué, lloró. No mucho. Apenas unas lágrimas silenciosas que le resbalaron por la mejilla. Lágrimas de intuición.
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Días después, el nombre “Catalina” volvió a aparecer. Esta vez fue distinto. Estaban en una cafetería, y Leo olvidó su celular desbloqueado sobre la mesa mientras iba al baño. Emma, sin intención de fisgonear, vio la pantalla encenderse. El mensaje era directo:
> “¿Vas a seguir fingiendo que no existo? Lo nuestro no terminó con palabras, Leo. Tú me prometiste algo.”
Emma sintió que todo el aire del lugar se evaporaba.
No lo abrió. No lo tocó. Solo lo miró. Cuando Leo regresó, ella ya estaba seria. Él lo notó.
—¿Estás bien? —preguntó con la voz suave.
Emma asintió, pero algo en ella ya no quería fingir.
—¿Quieres contarme quién es Catalina realmente?
Leo se congeló por un segundo. Bajó la mirada, tomó el celular, lo bloqueó y se quedó en silencio.
—Es una historia vieja —dijo al fin—. Una mujer con la que estuve… antes de conocerte. Fue una relación complicada. Muy intensa. Terminamos mal.
—¿Mal cómo?
—Ella… no acepta que se acabó. Cree que yo le debo algo, no sé. A veces me escribe, pero yo no respondo. No quiero que arruine lo que tengo contigo.
Emma asintió, pero una parte de ella sabía que no era toda la verdad.
—¿Y le prometiste algo? —preguntó, con una mezcla de firmeza y dolor.
Leo no respondió de inmediato.
—Le prometí que estaría con ella. Hace mucho. Fue antes de ti. Pero eso se rompió por muchas razones. Ella… es inestable.
Emma sintió cómo se quebraba algo dentro. No porque Leo tuviera un pasado, sino porque lo estaba minimizando. O escondiendo.
—¿Y por qué no me lo dijiste desde el principio?
Leo le tomó la mano. Su tono era tranquilo, casi ensayado.
—Porque no quería traer esa oscuridad a lo nuestro. Contigo quiero empezar limpio.
Emma lo miró. Quería creerle. Quería volver a confiar como lo había hecho semanas atrás. Pero algo no encajaba. Y no porque Leo tuviera un pasado —todos lo tenían—, sino porque ahora sentía que ella no formaba parte de su presente completo.
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Esa noche, ya en casa, Emma esperó a que Leo se durmiera. Se levantó en silencio y se fue a la sala, otra vez. No lloró esta vez. Solo pensó.
Tomó un cuaderno de notas y escribió una frase:
> “El amor no debería doler antes de romperse.”
Y luego cerró los ojos.
Al día siguiente, Catalina dejó de ser un nombre lejano. Porque ese mismo lunes, al llegar a su trabajo, Emma recibió un mensaje directo en su cuenta profesional. Era un perfil anónimo. Una sola línea:
> “Él no es quien tú crees. Y yo puedo demostrártelo.”
Adjunto al mensaje, una foto. Borrosa, sí. Pero reconocible. Leo abrazando a una mujer en la entrada de un hotel, semanas atrás.
Emma sintió un temblor recorrerle el cuerpo. El corazón le palpitaba tan fuerte que apenas pudo respirar.
No quería creerlo. No podía creerlo. Pero allí estaba la imagen.
Y lo peor no era la traición en sí.
Era que, por primera vez, su corazón se negaba a protegerlo.