La maleta de Emma rodaba por la terminal del aeropuerto como una extensión de su alma: arrastrada, cansada, pero en movimiento. No había vuelto a mirar atrás desde que cerró la puerta del departamento que una vez compartió con Leo. No hubo despedidas, ni lágrimas. Solo una decisión: comenzar de nuevo en un lugar donde su historia no tuviera recuerdos compartidos, promesas rotas ni mentiras disfrazadas de amor.
Había elegido Quito, ciudad de montañas, altura y contrastes. Un cambio total. Dejó atrás la costa, el calor y el océano. Cambió las puestas de sol por neblina, el mar por los Andes. No era solo geografía; era simbología. Quería subir, aunque le doliera cada paso.
Su nuevo departamento era pequeño, con paredes desnudas y olor a pintura fresca. No tenía lujos, pero sí ventanas grandes que dejaban entrar la luz. Al abrirlas, el aire frío le golpeó la cara y sintió que algo dentro de ella despertaba. No era felicidad, aún no. Era una tímida sensación de libertad.
Pasó los primeros días entre cajas y silencios. Comenzó a trabajar como docente en un instituto de formación técnica. No era su trabajo soñado, pero le permitía mantenerse ocupada, conocer nuevas personas y distraer la mente. Los estudiantes eran jóvenes, llenos de energía, de ideas nuevas. Le recordaban que la vida seguía, que el mundo giraba incluso cuando el corazón sangraba.
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Un lunes, mientras revisaba trabajos en la biblioteca del instituto, un hombre se acercó y preguntó con voz suave:
—¿Disculpa, estás ocupando esta mesa?
Emma levantó la vista. Alto, delgado, cabello oscuro, barba de pocos días y una cámara colgando de su hombro. No era joven, tampoco mayor. Tenía esa edad que no se mide por años, sino por la profundidad en la mirada.
—No, puedes sentarte —respondió ella.
Él dejó su mochila, se acomodó y empezó a revisar unas fotografías en su laptop. Emma intentó no mirar, pero sus ojos se desviaban sin querer. En la pantalla aparecían rostros indígenas, mujeres mayores tejiendo, niños corriendo por el campo, paisajes cubiertos de neblina. Había poesía en esas imágenes. Dolor. Belleza. Realismo.
—Son tuyas, ¿verdad? —preguntó finalmente.
El hombre la miró y sonrió.
—Sí. Trabajo con comunidades rurales, documentando historias. Soy fotógrafo documental. Iván —dijo, extendiendo la mano.
—Emma. Docente de Lengua.
Ambos sonrieron. El saludo fue breve, pero suficiente para encender algo. No una chispa. No todavía. Fue apenas una curiosidad.
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Esa noche, Emma pensó en él. No con romanticismo, sino con sorpresa. ¿Desde cuándo no se detenía a mirar a alguien nuevo sin comparar? ¿Desde cuándo no sentía una conexión sin sentir culpa?
Pero se detuvo en seco. No era el momento. Aún no había terminado de reconstruirse. Aún necesitaba llorar.
Porque lloró, claro que sí. A solas, en la ducha. Al escuchar la canción que sonaba la noche que Leo le dijo “te amo” por primera vez. Al ver su taza de café favorita, la que él le había comprado en su primer aniversario. Al preparar pasta para uno. Al acostarse en una cama demasiado grande para su nueva realidad.
Pero llorar era necesario. Cada lágrima era un ladrillo quitado del muro de dolor. Cada sollozo era un paso hacia la verdad: no se trataba de olvidar a Leo, sino de recordar quién era Emma antes de amarle.
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Días después, lo volvió a ver. Esta vez en un parque, tomando fotos a una pareja de ancianos que caminaban de la mano. Emma pasaba por ahí con un cuaderno y un libro de poemas. Iván la reconoció y la saludó con la cámara aún colgada al cuello.
—¿Sueles leer poesía en los parques?
—Solo cuando necesito recordarme que la belleza aún existe —dijo, casi sin pensar.
Iván sonrió. Se sentó a su lado.
—Yo también creo en eso. En la belleza de lo simple. Como dos manos arrugadas que no se sueltan. Como una mirada que aún brilla después de los años.
Emma lo miró. No dijo nada. Pero por primera vez en semanas, sintió que su pecho no estaba oprimido. Que el aire entraba con naturalidad. Que alguien hablaba con ella sin intención de conquistarla, solo de compartir.
No era amor. No todavía.
Pero era el inicio de algo nuevo.
Y eso… eso era suficiente.