EL PRIMER ROCE DEL ALMA

El cielo se tornaba violeta al final del día. En la ciudad, las luces de los faroles se encendían con parsimonia, como si saludaran el crepúsculo. Emma salía del trabajo con los pasos lentos. No era cansancio físico: era un cúmulo de emociones nuevas que se acomodaban dentro de ella como muebles en una casa que apenas empezaba a habitar.

Tenía en su bolso un libro que Iván le había prestado días atrás. No era uno cualquiera. Era una antología de cartas de amor reales, escritas entre autores y poetas. Él se lo entregó como quien ofrece algo íntimo. No lo dijo, pero Emma lo entendió: leer esas palabras era también una forma de leerlo a él.

Cuando Iván la llamó esa tarde, su voz tenía un tono cálido, tranquilo, el mismo que ella había empezado a reconocer como refugio.

—¿Nos vemos? Tengo algo para ti.

—¿Algo más literario? —bromeó Emma.

—No. Hoy no vengo con libros. Hoy traigo algo más simple: ganas de verte.

Emma sintió una punzada dulce en el pecho. Esa frase, dicha sin esfuerzo, tenía más impacto que cualquier poema recitado. Aceptó.

Se encontraron en un parque poco concurrido, uno de esos espacios escondidos entre barrios, donde los árboles crecen torcidos y los bancos de hierro resisten con dignidad el paso del tiempo. Iván estaba ahí, con una bufanda azul que le enmarcaba el rostro y un termo en la mano.

—Té de jazmín. Pensé que nos vendría bien para el frío.

Emma se sentó a su lado. El banco crujió bajo sus cuerpos, pero ninguno habló de eso. Solo se quedaron en silencio, mirando el césped húmedo, escuchando el murmullo de los árboles.

—¿Sabes qué me sorprendió del libro? —dijo ella al fin—. Que todas las cartas hablaban más del dolor que del amor. Como si amar y sufrir fueran inevitables.

Iván la miró de reojo.

—Tal vez porque el amor verdadero siempre nos atraviesa. No nos roza, nos transforma. Y eso duele. Pero también cura.

Emma sostuvo su mirada. Sus palabras la alcanzaban en lugares que antes estaban dormidos. Y lo supo. Él no era como Leo. No buscaba admiración. No necesitaba manipular para sentirse amado. Iván simplemente estaba.

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Hablaron de miedos, de decisiones. Emma le contó cosas que no había dicho en voz alta: cómo había perdido la confianza en su intuición. Cómo se había culpado por no ver venir la traición. Cómo sentía que su alma, por momentos, era un terreno quemado donde nada podría crecer.

Iván no intentó consolarla. Solo escuchó. Y al final, le tomó la mano con una delicadeza que rompía cualquier defensa.

—Te equivocaste —dijo—. Sí eres tierra fértil. Solo que ahora eliges mejor lo que siembras.

Un silencio espeso se posó entre ellos. Y en ese espacio sin palabras, algo cambió.

Emma lo miró. Él no se acercó. No invadió. Solo esperó.

Entonces fue ella quien rompió la distancia. Con suavidad, posó su frente sobre la de él. Y fue ahí, en esa quietud, donde ocurrió el primer beso. No fue urgente. No fue ardiente. Fue silencioso, como si sus labios se preguntaran si aún sabían cómo amar sin miedo.

Duró apenas unos segundos. Pero fue suficiente para que el mundo se desvaneciera alrededor.

Emma se separó despacio. No dijo nada. Solo sonrió con los ojos húmedos.

—Gracias por no apresurarte.

—Gracias por elegirme —susurró él—. Incluso por un instante.

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Caminaron de regreso bajo las luces débiles del parque. Cada paso que daban era un acuerdo tácito: seguir conociéndose sin prisas, sin máscaras.

Y mientras se despedían en la esquina, Emma se quedó mirando cómo Iván se alejaba. Su corazón latía distinto. No como cuando amaba a Leo con desesperación. No como cuando necesitaba ser amada para no sentirse vacía.

Esta vez, el latido tenía otro ritmo: sereno, firme, libre.

Entró a su casa, dejó el bolso y fue directo al espejo. Se miró a los ojos. Ya no estaban tristes. No del todo.

—Estoy empezando a volver —susurró.

Y sí. Lo estaba haciendo.

Página tras página.

Beso tras beso.

Amor verdadero, sin cadenas.