Los días se fueron tornando rutinarios, pero en la rutina Emma hallaba pequeños destellos de alegría. Daniel se convirtió en un compañero constante, un confidente que no apresuraba nada, pero que estaba ahí para compartir silencios y risas.
Una tarde, mientras caminaban por el barrio de Alfama, entre calles angostas y música de fado que se escapaba de las ventanas, Daniel decidió abrirse.
—Emma, no sé si te conté, pero antes de trabajar aquí estuve varios años en Madrid —comenzó con un suspiro—. Fue un tiempo complicado. Perdí a alguien muy importante para mí.
Emma lo miró con atención. Siempre había valorado la sinceridad, y ahora que Daniel la mostraba, ella se sentía aún más atraída.
—Lo siento mucho —respondió—. ¿Quieres contarme más?
Daniel asintió y prosiguió.
—Mi hermano mayor. Teníamos una relación muy cercana. Murió en un accidente hace dos años. Desde entonces, sentí que debía empezar de nuevo, lejos de todo, para encontrarme.
Emma quiso abrazarlo en ese momento, pero guardó el gesto, respetando el silencio que siguió.
—Supongo que ambos venimos con heridas —dijo Daniel con una sonrisa triste—. Pero también con ganas de sanar.
Emma le tomó la mano suavemente.
—Y juntos podemos intentarlo.
---
Esa noche, cuando Emma regresó al apartamento, se encontró con un sobre sobre la mesa. Era una carta escrita a mano, con una caligrafía delicada.
Al abrirla, leyó:
"Para Emma, que ilumina los días grises. Que cada paso que des sea hacia tu verdad y tu libertad. Con cariño, Daniel."
Sintió una oleada de ternura y esperanza. Por primera vez, la palabra “amor” parecía un refugio, no una jaula.