— ¿En qué mundo es buena idea que alguien como tú “me cuide”? —reclamo.
Stanley se deja caer en el sofá donde Callie no está. —En todos los mundos, soy un buen chico, maduro y responsable —afirma, abriendo su mochila—. Pero traje algunas cosas que quiero mostrarte.
Mi teléfono vibra sobre la mesa, lo tomo y reviso el último mensaje de papá.
“Stanley me dijo que te acompañará, eso me tranquiliza”
Suspiro, papá también logra ver lo mejor de Stanley sin duda. — ¿Qué trajiste?
—Esto —levanta un pequeño oso de felpa blanco—. El señor Polar, te cuidará.
— ¿Qué? —me acerco para tomarlo—. ¿Es tuyo?
Niega, buscando algo más en su mochila. —Es tuyo ahora, siempre lo fue.
— ¿Cómo que siempre lo fue? —junto las cejas.
Callie se despierta en ese momento, bosteza y nos voltea a ver por unos segundos, luego se baja del sofá y va hasta su cama en la esquina para seguir durmiendo.
La vida de Callie debe ser tan fácil.
—Porque, um, se suponía que te lo iba a dar el día de tu cumpleaños —confiesa—. Sabía que iba a ser tu cumpleaños porque tu mamá le dijo a mi papá una semana antes que podía llegar si quería.
Junto mis cejas. —Pensé que te habían avisado ese mismo día.
—No —sonríe—. ¿Por qué pensaste eso?
Porque nadie había llegado y vi que papá fue a su casa, luego ellos llegaron. — ¿Papá no los invitó de último momento?
—No —responde—. Nos preguntó si íbamos a llegar y ya estábamos listos pero papá estaba esperando que más personas llegaran, pensamos que todavía no era la hora.
—Ah —miro al osito.
—Lo compré para ti, enserio, con mis ahorros —afirma, sonriendo—. Pero no pude dártelo, al menos no enfrente a tu familia. Papá había comprado otro regalo, ¿no? Era un set de pintura de uñas.
—Sí —lo recuerdo, los usé todos hasta que se acabaron—. Entonces, ¿no me lo diste porque tenías vergüenza?
—Vergüenza no —rasca su mentón—. Ahora ya lo sabes, me gustabas desde que te vi, Lacey, pero no tenía el valor para demostrártelo. Quería dártelo pero, no sé, luego pensé que tal vez era un regalo tonto e infantil.
— ¿Qué? —Niego—. Es adorable, incluso le diste un nombre, ¿no?
—Ah… sí, puedes cambiarle el nombre —saca un cuaderno de pasta dura, de color blanco con nubes celestes dibujadas como si fuera crayón de cera.
—Gracias —repito—. Nunca te veía en tus cumpleaños, pero siempre quise desearte feliz cumpleaños.
—Sí, solemos juntarnos con la familia —afirma.
—Oh, ya veo —su cumpleaños es en septiembre, se supone que ya no estaré aquí así que tampoco podré verlo en este.
—Mira, quiero enseñarte esto —se levanta y se sienta en el sofá donde Callie estaba.
Me siento a su lado. — ¿Qué es?
—Fotografías —afirma—. Aquí tengo de mi mamá, quería mostrártelas.
Lo abre y son páginas blancas, pasa una página y veo que en cada página él ha impreso y pegado fotografías. La primera es de dos personas, por los peinados asumo que es de hace algunas décadas.
—Mis padres —señala.
Observo y es cierto, ahí está el señor Hayes, solo que antes usaba bigote.
Muevo los ojos a su mamá, Stanley se parece mucho a ella. Es tan linda, su sonrisa es brillante y su cabello es ondulado. —Que jóvenes.
Señala la siguiente fotografía. —Ahí estoy yo con ellos.
La veo, están de pie frente a unas rosas pero no veo ningún bebé. — ¿Dónde?
Apunta el vientre de su mamá. —Ahí, ya existía ahí.
Sonrío. —Tú mejor fotografía.
—Sí, claro —pasa la página y me muestra dos de él cuando era un recién nacido, ni siquiera tenía los ojos abiertos, en ambas aparece con su mamá cargándolo.
—Qué lindo eras, antes, mucho antes —digo.
Pasa la siguiente página, es más grande, ya está sentado al lado de su mamá en una y en la otra, de su papá.
Mientras Stanley pasa las paginas lo único que puedo ver es lo mucho que sonríen sus padres viéndolo y la felicidad que desbordan sus ojos. No digo nada que pueda provocarle tristeza, más de la que seguramente ahora siente.
Llega a una fotografía donde Stanley es más grande, como cinco años. Está levantando las manos mientras que su mamá lo toma de una mano y de la otra, su papá.
A diferencia de su casa, este cuaderno está lleno de fotografías de su madre. Es una historia contada con recuerdos captados en distintos momentos, pero en cada uno de ellos, hay tres personajes que siempre sonríen y sin palabras demostraban que se amaban.
Nunca he visto al señor Hayes triste, ni llorar, pero Stanley me dijo que él lo escuchaba por las noches.
Ella, era una madre, una esposa, una hermana y una amiga.
—Te pareces a tu madre —le digo, en una donde Stanley está más grande, como de siete años, dentro de un auto en el asiento del pasajero y su mamá en el asiento del conductor.
—Lo sé —hace una mueca—. Eso me hace feliz, ¿sabes? Saber que algo de ella, está en mí. Eso no me lo pudieron quitar.
Pasa otra página y es una frente a un lago, sentados y sonriendo a la cámara. Él pasa su mano por el rostro de ella y suspira.
No tengo que preguntar y él no tiene que decirme nada, esta es probablemente la última fotografía y el cuaderno apenas va por la mitad.
—Algún día —pasa la página, está en blanco—. Seguiré llenándolo.
Parpadeo rápido para alejar las lágrimas. —Lo harás —digo—. Y quiero que me muestres el resto.
Sonríe, cerrando el cuaderno. —Gracias Lacey, no me cansaré de decírtelo. Contigo he podido mostrarte esta parte de mí que no he mostrado con nadie.
Coloco mi mano en su brazo. —Aprecio que confíes en mí, enserio.
Deja el cuaderno en la mesa y suspira. —Puedes ir a dormir si quieres, yo me quedaré aquí, cuidándote.
—Mi héroe —me levanto y estiro mi mano hacia él—. No puedo dormirme sin antes hacer mi rutina de limpieza, ven, vamos.
— ¿A dónde ahora? —toma mi mano y se levanta.
—Haremos lo que se hace en las pijamadas —sonrío—. Nos haremos cuidado del rostro.