La sala de conferencias de Mendoza Enterprises parecía un altar de cristal y acero suspendido sobre la ciudad, donde el poder se medía en contratos y traiciones. El aire olía a madera pulida, a café recién hecho y a la tensión metálica de los grandes negocios. Ana Sofía Mendoza Villaseñor, heredera de un imperio de energía renovable, permanecía de pie junto a la imponente mesa de caoba. Su vestido negro, una segunda piel de seda, resaltaba la elegancia de su figura, pero bajo la tela su corazón palpitaba con una mezcla febril de esperanza y temor.
Frente a ella, Jonathan Argos, heredero de Argos Corporation, firmaba el contrato de matrimonio. Su pluma, un objeto de platino y laca, se movía con una precisión glacial, como si en lugar de un nombre estuviera ejecutando una sentencia. Los flashes de Aurum Gossip destellaban como relámpagos desde el fondo, sus fotógrafos, buitres con cámaras, ansiosos de convertir aquel instante en los titulares venenosos que circularían por toda la élite de la ciudad.
Para el mundo, era una fusión estratégica. Para ella, un sueño suspendido en la cuerda floja.
—Esto asegurará nuestro futuro, Ana —dijo Fernando Mendoza, su padre, desde la cabecera de la mesa. Su voz no era una afirmación, sino un decreto. En sus ojos brillaba una satisfacción tensa, la de un rey que ha ganado una batalla crucial a la sombra de Drakhal Global, el imperio del magnate León Drakhal, una bestia corporativa capaz de devorar a cualquier competidor.
Gregory Argos, padre de Jonathan, asintió, una sonrisa de suficiencia apenas contenida.
—Una unión perfecta. Jonathan, sabes lo que esto significa para nuestro legado.
Jonathan ni siquiera levantó la vista, su traje impecable y su porte, frío como el acero de los rascacielos.
—Por supuesto, padre. —La naturalidad con la que pronunció la frase sonó más a cierre de un trato comercial que a promesa de matrimonio.
Ana Sofía sintió un nudo helado en el estómago. Llevaba casi un año esperando un gesto, una mirada, una sola señal de que él sentía algo más que obligación. Desde aquel primer encuentro en la gala benéfica, había vivido consumida por un amor unilateral. Lo había seguido, buscado, perseguido con mensajes y gestos que la prensa sensacionalista convirtió en un escándalo recurrente: “Heredera Mendoza persigue a Argos en patética escena de celos”. Recordó con una punzada de vergüenza la noche en que lo esperó fuera de un club, solo para verlo salir con otra mujer, su risa resonando en la calle mientras el chófer de Jonathan le sugería amablemente que se retirara.
Cada titular había sido una daga en su orgullo, pero aun así, había creído que este contrato, esta firma, lo cambiaría todo. Que al unir sus nombres en papel, él por fin la vería.
—Jonathan… —murmuró mientras tomaba la pluma, su mano temblando visiblemente—. Esto significa algo para mí… para nosotros.
Él la miró por primera vez. Sus ojos grises eran como dos fragmentos de hielo, ajenos a cualquier emoción.
—No seas dramática, Ana. Esto es un negocio, no un cuento de hadas. Madura de una vez.
Las palabras, susurradas para que solo ella las oyera, se clavaron en su pecho como un puñal. Los fotógrafos, con su instinto depredador, capturaron su gesto vulnerable, su boca entreabierta por el dolor, ansiosos de convertirlo en otro titular cruel.
Jonathan me verá, me querrá. Tiene que hacerlo… pensó, intentando sofocar la punzada de vacío que la devoraba. Pero la indiferencia en su mirada y la frialdad de su mano rozando apenas la suya al pasarle el contrato, le dejaron claro que se equivocaba.
El aplauso hueco y protocolario de los presentes cerró la ceremonia, sonando como tierra arrojada sobre un ataúd.
En busca de aire, Ana Sofía se excusó y salió al balcón. La ciudad de Aurum brillaba abajo, un océano de luces que parecían promesas rotas. El viento frío de la noche se enredó en su cabello y su vestido ondeaba con la brisa. Su teléfono vibró en el bolso. Por un instante, una chispa de esperanza: quizás era él, para disculparse. Sus dedos torpes lo sacaron. Era un mensaje de Jonathan.
“No hagas una escena esta noche en la cena de celebración. Me tienes harto con tus celos y tus exigencias infantiles. No iré. No pierdas tu tiempo esperándome”.
Las letras bailaron ante sus ojos. Las lágrimas quemaron su garganta, pero se negó a ceder. Apretó la mandíbula, tragándose el sollozo. No sería la heredera patética de los titulares. No esa noche. No nunca más.
Decidió marcharse sola. El rugido de su convertible negro al encenderse en el estacionamiento subterráneo fue un grito de guerra. La lluvia comenzaba a caer, finas agujas de hielo que golpeaban el parabrisas. Entre las gotas y las lágrimas que ahora sí se permitía derramar, la carretera se volvió un espejo traicionero que reflejaba un mundo distorsionado.
Las palabras de Jonathan —“negocio”, “dramática”, “harto”— retumbaban en su mente como un eco incesante. Sus manos se aferraban al volante, los nudillos blancos, su corazón latiendo con una desesperación salvaje. La ciudad parecía burlarse de ella con cada destello de neón que se deshacía en el asfalto mojado.
Aumentó la velocidad, queriendo huir de sí misma, de él, de todo.
Entonces, unas luces cegadoras aparecieron de la nada en una intersección. Un chirrido agudo de neumáticos luchando contra el asfalto mojado. Un volantazo desesperado. El olor a goma quemada. El impacto brutal del metal contra metal. El mundo giró en un caos ensordecedor y el parabrisas estalló en mil diamantes a cámara lenta.