El pañuelo de lino estaba empapado en las manos de Ana Sofía. Lo sostenía con una fuerza temblorosa, como si fuera el único ancla en medio de un naufragio. La crueldad de Renata seguía resonando en la habitación, cada palabra un golpe certero: patética, sin dignidad, un contrato sin amor.
Sentía una oleada de vergüenza tan intensa que le quemaba la piel, una humillación por actos que no recordaba, pero cuya herida sentía como propia.
Alzó el rostro, y allí estaba aún, una silueta oscura contra la luz pálida del pasillo. El hombre que le había tendido el pañuelo. Alto, de hombros anchos que llenaban el marco de la puerta, con un traje que parecía moldeado para él. Su presencia era una fuerza gravitacional, imposible de ignorar. Y sus ojos, de un verde profundo como el bosque, la observaban con una calma peligrosa, como si pudieran ver más allá de las lágrimas y el caos, hasta el núcleo de su ser.
León Drakhal —aunque ella no lo sabía— la estudiaba. Y en ese instante, mientras la veía aferrarse a su pañuelo, lo sintió: un impacto sordo que lo golpeó en el centro del pecho, un eco de un dolor antiguo.
Era innegablemente más hermosa en la vida real que en las fotos de la prensa sensacionalista. El cabello oscuro caía en ondas desordenadas sobre la almohada, los ojos miel estaban anegados en un sufrimiento genuino y la delicadeza de su piel contrastaba brutalmente con la dureza del entorno. Pero no era solo su belleza. Era la fragilidad con la que se aferraba a un simple trozo de tela, como si fuera todo lo que le quedaba en el mundo.
Un recuerdo lo atravesó, nítido y doloroso. Su hermana, Elisa, en el suelo de su habitación, llorando exactamente así, con el mismo abandono, después de que su prometido rompiera con ella por otra mujer con mejor apellido. Él era solo un adolescente entonces, lleno de una furia impotente, incapaz de hacer nada más que verla romperse. No había podido salvarla de ese dolor. Esa culpa era una cicatriz invisible que nunca había sanado.
Ana Sofía, sin saberlo, acababa de presionar esa herida.
León era un hombre forjado en el hielo. Implacable en los negocios, temido en las salas de juntas. Nada lo conmovía. Pero al verla a ella, rota en esa cama de hospital, sintió algo que no era piedad, sino un deseo irracional y salvaje de intervenir. De tomar el control. De imponer orden sobre ese caos. Quería protegerla.
Dio un paso hacia ella, su sombra cubriéndola.
—No desperdicie sus lágrimas en quien no las merece —dijo, su voz grave y cortante, sin rastro de compasión, sino de una dura verdad—. Hay hombres que solo saben firmar contratos y otros que saben cómo mantener su palabra.
Ana Sofía lo miró, sorprendida por el filo de su tono. Su corazón, que latía con el ritmo errático del pánico, de repente encontró un nuevo compás.
—¿Y usted? —replicó, una chispa de desafío naciendo entre las cenizas de su humillación—. ¿Qué sabe hacer?
Él sostuvo su mirada. Un destello casi imperceptible cruzó por sus ojos verdes. Le sorprendió que le respondiera, que tuviera fuego dentro de ella.
—Lo que no se compra con dinero —afirmó, y en su mente las palabras resonaron con significado: lealtad, fuerza, respeto.
El silencio se tensó entre ellos, cargado de todo lo no dicho. Él giró hacia la puerta, pero Ana Sofía, impulsada por una fuerza que no comprendía, lo detuvo:
—Espere… ¿cómo se llama?
Por un instante, León se quedó inmóvil. Luego, sus labios se curvaron en un gesto mínimo, una sombra de sonrisa que no alcanzó sus ojos, lo suficiente para pronunciar un nombre que sonó como un rugido contenido:
—León —la mira a los ojos —Me equivoque de habitación, vine a visitar a un amigo, me doy cuenta que esta en la habitación contigua.
El nombre quedó grabado en ella. No sabía por qué, pero su cuerpo reaccionó con un estremecimiento involuntario, como si reconociera algo que su mente no podía.
En ese momento, la puerta se abrió con la brusquedad de un huracán. Isabela entró haciendo malabares con dos vasos de café. El cabello enredado, las ojeras marcadas, pero el mismo desparpajo de siempre.
—¡Al fin! —resopló—. Casi me peleo con una enfermera por este café, te juro que lo custodian como si fuera oro líquido. —Se detuvo en seco, sus ojos moviéndose del rostro lloroso de su amiga al imponente hombre junto a la puerta. Se le agrandaron los ojos—. Sofi… ¿desde cuándo los hospitales contratan dioses griegos como terapia de visita?
—Isa… —Ana Sofía susurró, el calor subiendo a sus mejillas —El señor se equivoco de habitación.
León no respondió. Solo inclinó la cabeza en un gesto mínimo de reconocimiento, la clase de gesto de un hombre que no necesita justificarse ante nadie.
Isabela dejó los cafés en la mesita y le sonrió descaradamente.
—Discúlpeme, señor Desconocido y Misterioso, pero si todas las equivocaciones fueran así de atractivas, yo me perdería a propósito en cada pasillo.
Ana Sofía se llevó la mano al rostro, mitad avergonzada, mitad divertida.
—Isa, por favor…
León no sonrió, pero la mirada que le dirigió a Ana Sofía antes de irse fue suficiente para dejarle claro que no la olvidaría.