Sofía se sentó en su oficina, el manuscrito aún estaba entre sus manos. No lo hojeaba. No lo analizaba. Sólo lo sostenía, como si el papel pudiera absorber el torbellino que se había desatado dentro de ella.
La luz de la mañana entraba oblicua por la ventana, dibujando líneas doradas sobre el escritorio. Afuera, el murmullo de la editorial seguía su curso: teléfonos, pasos, voces. Pero en su oficina, el tiempo parecía suspendido.
Apoyó los codos en los brazos de la silla y dejó caer la cabeza hacia atrás. El techo blanco, sin adornos, le devolvía una sensación de vacío que no era incómoda, sino necesaria. Respiró hondo.
¿Desde cuándo alguien la miraba con respeto y no con expectativa?
La pregunta no tenía respuesta inmediata. Había aprendido a trabajar sola, a confiar en su criterio, a blindarse contra las opiniones que buscaban moldearla. Pero lo que Gabriel había dicho… no era halago. Era reconocimiento. Y eso, para ella, era más desconcertante que cualquier crítica.
Sintió una punzada en el pecho. No era dolor, pero tampoco alivio. Era algo nuevo. Algo que no sabía nombrar.
Nunca antes se había planteado compartir su proceso. La sola idea la inquietaba. Compartir era abrir. Y abrir, confiar. Algo que había aprendido a evitar.
Recordó una tarde, años atrás, cuando presentó su primer informe editorial. El jefe de entonces lo hojeó sin mirarla, sin leerlo realmente. “Bien hecho”, dijo, sin emoción. “Como siempre.” Y ella entendió que su valor estaba en la eficiencia, no en la sensibilidad. Desde entonces, se volvió precisa, impecable, intocable. Como si cada informe fuera una armadura. Como si cada corrección la protegiera de sentir.
Sin darse cuenta analizaba su vida y sus relaciones de la misma forma en que revisaba minuciosamente un nuevo manuscrito en busca de un error, de falta de coherencia o simplemente falta de emoción.
Como bien lo decían todos en la oficina, era la mejor editora, pero no fue su perfección lo que Gabriel elogió. Tampoco la miró como un superior evaluando resultados. La miró como si sus ideas fueran valiosas. Incluso vulnerables. Más bien le había hecho una invitación a construir. A equivocarse. A explorar. Algo que hace mucho tiempo no hacía y eso… eso la aterraba.
Miró el manuscrito. La primera línea la esperaba como una puerta entreabierta. La leyó en voz baja, apenas un susurro. Las palabras eran duras, pero sinceras. Como si la autora la hubiera escrito desde una herida que no buscaba cerrar, sino entender.
Sintió un nudo en la garganta. Se levantó y caminó hacia la ventana. Afuera, la ciudad comenzaba a moverse. Gente con prisa, con rutina, con historias que no se cruzarían con la suya. Pero ella, por primera vez en mucho tiempo, sentía que algo podía cambiar. Que alguien había tocado una fibra que no sabía que aún vibraba.
Apoyó la frente contra el vidrio frío. Cerró los ojos. Y dejó que el silencio le respondiera.
No sabía qué iba a pasar. Pero por primera vez, no le temía al proceso. Le temía a lo que podía sentir.
Y eso, pensó, era un buen comienzo. No porque supiera a dónde iba, sino porque por fin había dejado de huir del eco de lo que aún podía sentir.