La sala de reuniones estaba en silencio, la luz de la tarde entraba por la ventana, iluminando a medias. No era ausencia de palabras, sino una pausa expectante. Gabriel había colocado su cuaderno sobre la mesa, abierto, pero aún sin escribir. Sofía tenía el manuscrito frente a ella, las manos quietas, trenzas con los dedos apenas rozando el borde de la primera página.
—¿Podemos comenzar? — preguntó él con una voz suave, mientras sus dedos acariciaban el borde del cuaderno aún vacío.
Sofía asintió, sin mirarlo. Abrió el documento. Sabía que la primera línea la esperaba como una verdad que no podía esquivar.
Respiró hondo. Y leyó:
—“Hay personas que viven encerradas sin saberlo. No por miedo al mundo, sino por miedo a lo que el mundo podría ver en ellas.”
Su voz se entrecortó al pronunciar aquellas palabras. Sintió un temblor en el pecho, no por lo que había dicho, sino por el eco que esas palabras dejaron en el silencio.
Gabriel la escuchó con atención, notando el quiebre en su voz. Levantó la mirada para observarla. Pudo notar como la postura de Sofía había cambiado. Ya no se veía tensa, pero había algo en su mirada que él aún no sabía nombrar.
—Me gusta — dijo Gabriel, sin apartar la mirada de ella — Es una frase fuerte, reflexiva. Hace que quién la lea se cuestione a sí mismo ¿No lo crees?
Esa pregunta la hizo reaccionar levantando la mirada de aquel manuscrito. Al encontrar los ojos de Gabriel fijos en ella, sintió cómo el calor le subía a las mejillas, como si él hubiera leído algo más allá del texto.
— Si – respondió nerviosa— Es …profunda, diría yo.
Los labios de Gabriel formaron una leve sonrisa, casi como si su respuesta era lo que esperaba escuchar.
—¿Seguimos? —preguntó ella, con una voz más firme.
—Claro —respondió él, y comenzó a escribir.
Sofía pasó a la siguiente página con la misma precisión que antes, como si cada hoja fuera una capa que debía retirarse con cuidado. Gabriel la observaba de reojo, fingiendo concentración en su cuaderno, aunque hacía minutos que no escribía nada.
Ella leyó en voz baja, sin titubeos esta vez:
—“El encierro más profundo es aquel que se disfraza de rutina.”
No comentó la frase. Sólo la marcó con un pequeño trazo en lápiz, casi imperceptible. Gabriel se inclinó apenas hacia adelante, como si ese gesto le revelara algo que no estaba en el texto.
—¿Por qué marcas esa? —preguntó, sin levantar la voz.
—Porque tiene peso. Y porque puede funcionar como cierre de capítulo —respondió Sofía, sin mirarlo.
Gabriel asintió, aunque no estaba seguro de que ella hablara solo del manuscrito.
La siguiente página crujió al girarse. El sonido pareció más fuerte de lo normal, como si el silencio lo amplificara. Sofía se detuvo un segundo antes de leer. Gabriel notó cómo sus dedos se tensaban sobre el papel, cómo su respiración se volvía más lenta.
—“Hay miradas que no preguntan. Solo esperan.”
Esta vez, Gabriel no pudo evitar mirarla. Sofía seguía enfocada, pero sus mejillas tenían un leve tono rosado. No por la frase, sino por la certeza de que él la estaba observando.
—¿Te incomoda que te mire? —preguntó él, con voz baja.
Sofía levantó la vista, sin apuro. Lo sostuvo con firmeza, sin evasión.
—No. Pero prefiero que te concentres en escribir.
Gabriel sonrió, más para sí que para ella. Tomó el bolígrafo y escribió una línea en su cuaderno, sin dejar de pensar en la forma en que ella había dicho “prefiero”.
Sofía volvió al manuscrito. Pasó otra página.
—“Hay silencios que no se rompen. Se comparten.”
No dijo nada más. Pero esta vez, no marcó la frase. Solo la dejó ahí, flotando entre ellos.
Gabriel la miró, luego al cuaderno, luego a la ventana. La noche seguía afuera, pero dentro de la sala, algo más había comenzado a oscurecerse. No por falta de luz, sino por la intensidad de lo que no se decía.
Sofía giró otra página. Lo hizo con la misma precisión que al inicio, como si el tiempo no hubiera alterado su ritmo. Gabriel, en cambio, ya no escribía con la misma seguridad. Su bolígrafo se detenía entre frases, como si dudara de cada palabra.
—Esta parte necesita más contexto —dijo ella, señalando un párrafo con el borde del lápiz—. La idea es buena, pero se siente aislada.
Gabriel asintió, sin discutir. Sus ojos no estaban en el texto, sino en la forma en que ella lo analizaba. Había algo en su concentración que lo desarmaba.
—¿Te molesta que no defienda mis frases? —preguntó él, con una sonrisa apenas dibujada.
—No. Me parece que estás escuchando —respondió Sofía, sin levantar la vista.
Gabriel bajó la mirada al cuaderno. Escribió una línea breve, casi como un susurro sobre el papel:
“Hay personas que editan palabras, pero nunca las emociones que las provocaron.”
Sofía lo notó. No por la frase, sino por el cambio en su postura. Gabriel ya no parecía el autor que esperaba aprobación. Parecía alguien que se estaba exponiendo sin pedir permiso.