El vapor ascendía en espirales suaves desde la bañera. La luz era tenue, dorada, filtrada por una lámpara de esquina. Sofía tenía los ojos cerrados, la cabeza apoyada en el borde, y una copa de vino tinto descansaba sobre la repisa, apenas tocada.
Había decidido regalarse ese momento. Después de días intensos de trabajo, de silencios compartidos y frases que decían más de lo que aparentaban, necesitaba desconectar. O al menos intentarlo.
El agua tibia envolvía su cuerpo como una tregua. La música instrumental sonaba de fondo, casi imperceptible. Todo estaba en calma.
Hasta que no lo estuvo.
La imagen apareció sin aviso. Gabriel, de pie junto a ella, entregándole aquella hoja impresa. El roce de sus dedos sobre su brazo. Su voz baja, firme, diciendo:
“Te dejo esto. Para que lo leas cuando estés sola.”
Sofía abrió los ojos. El vapor seguía allí, la música también. Pero la calma se había ido.
Se incorporó lentamente, como si el recuerdo la hubiera empujado desde dentro. Salió de la bañera sin prisa, pero con urgencia en el pecho. Se envolvió en una toalla, tomó la copa de vino y caminó descalza hasta el escritorio donde había dejado la hoja.
La observó un momento. El papel estaba intacto, como si esperara el momento justo. Y ese momento había llegado.
Lo tomó entre las manos. Lo giró.
La caligrafía de Gabriel era clara, sobria. Pero lo que decía no lo era.
“Hay momentos que no se planean. Se cruzan. Como dos líneas que no deberían tocarse, pero lo hacen. Y en ese cruce, algo cambia. No en el texto. En quien lo escribe.”
Sofía leyó. Luego volvió a leer. La frase no hablaba de ella. No hablaba de él. Pero hablaba de algo que ambos compartían sin haberlo dicho.
Sintió el pulso acelerarse. No por el contenido. Por lo que confirmaba.
Gabriel lo sabía. Lo había sabido desde antes. Y ahora, lo había escrito. No para provocarla. Para dejar constancia.
Sofía se sentó en el borde de la cama. La copa de vino entre las manos. El papel sobre sus piernas. El vapor aún en su piel.
Y en ese instante, lo admitió. No en voz alta. No en palabras.
En el temblor de sus dedos.
En la forma en que su pecho se agitaba.
En el deseo de que mañana llegara… solo para volver a verlo.
Pero ese deseo la inquietaba. Porque no sabía qué hacer con él.
Intentó distraerse. Se puso una bata, recogió el cabello, encendió la televisión sin mirar. La hoja seguía sobre la cama, como un testigo silencioso. Cada vez que la miraba, sentía que Gabriel estaba ahí, observándola con esa calma que la desarmaba.
Las horas pasaron. La noche se volvió más densa. Sofía se acostó, pero no pudo dormir. Cerraba los ojos y volvía a ver su sonrisa. Su voz. El gesto de entregarle algo que no era parte del manuscrito… sino de él.
¿Qué significaba esa nota? ¿Era una confesión? ¿Una advertencia? ¿Una invitación?
Y lo más difícil: ¿cómo debía actuar la próxima vez que lo viera?
Sofía giró en la cama. El reloj marcaba las 2:17 a.m. El silencio era absoluto, pero su mente no lo era.
No podía dejar de pensar en él. En lo que había escrito. En lo que no había dicho.
Y en lo que ella ya no podía seguir negando.