Después del punto final

Capítulo X. Lo que se empieza a decir

El pasillo estaba tranquilo, apenas iluminado por la suave luz de la mañana. Sofía caminaba con paso firme hacia su oficina, revisando mentalmente los pendientes del día, cuando escuchó la voz familiar detrás de ella.

—¡Justo a quien quería encontrar! —dijo Renata, alcanzándola con una sonrisa traviesa.

Sofía la miró de reojo, ya anticipando el tono de la conversación.

—¿Ahora qué?

Renata se enganchó a su brazo con naturalidad, como si fueran adolescentes compartiendo un secreto.

—He estado investigando —susurró—. Y todo indica que el señor Rivas está completamente soltero. Sin novia. Sin esposa. Sin compromisos.

Sofía se detuvo un segundo. No por sorpresa, sino por la forma en que su cuerpo reaccionó antes que su mente. Una leve corriente le recorrió el pecho. Luego siguió caminando, fingiendo indiferencia.

—¿Y eso qué importa?

—Por favor —dijo Renata, rodando los ojos—. No me digas que no te alegra saberlo.

Sofía no respondió de inmediato. Pero su silencio fue suficiente.

—¿Qué pasó ayer? —insistió Renata—. Te vi rara. Y tú rara solo estás cuando algo te sacude.

Sofía dudó. Luego, como si las palabras se escaparan sin permiso, lo dijo:

—Me dejó una nota.

Renata se detuvo en seco.

—¿Una nota? ¿Qué tipo de nota?

—Una hoja impresa. Me la entregó al final del día. Dijo que no era parte del manuscrito. Que era parte de él.

Renata abrió los ojos como si acabara de descubrir el final de una novela que llevaba semanas leyendo.

—¿Y qué decía?

Sofía bajó la voz, como si el pasillo pudiera escucharla.

—“Hay momentos que no se planean. Se cruzan. Como dos líneas que no deberían tocarse, pero lo hacen. Y en ese cruce, algo cambia. No en el texto. En quien lo escribe.”

Renata se llevó una mano al pecho, teatral.

—¡Eso no es una nota! Eso es una declaración encubierta.

Sofía sonrió, a pesar de sí misma.

—No sé qué significa. Pero no pude dormir. Me la dejó y se fue. Como si supiera que me iba a desarmar.

—Porque lo sabe. Y tú también.

Llegaron a la puerta de la oficina. Sofía la abrió, y ambas entraron con una energía distinta. Renata se dejó caer en la silla frente al escritorio, aún emocionada.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó.

—No lo sé. Fingir que no pasó, tal vez. Seguir trabajando como si nada.

—¿Y si él no quiere fingir?

Sofía iba a responder, pero un golpe suave en la puerta la interrumpió.

Ambas se miraron. Renata se levantó con una sonrisa que no intentó disimular.

—Yo me voy. Pero tú… buena suerte.

Abrió la puerta. Gabriel estaba allí, con su cuaderno en la mano y esa expresión serena que Sofía ya empezaba a conocer demasiado bien.

—Buenos días —dijo él.

—Buenos, sí —respondió Renata, con una mirada cómplice—. Muy buenos.

Y salió.

Gabriel entró con calma. Sofía volvió a su silla. El manuscrito estaba sobre la mesa. Pero ninguno lo abrió de inmediato.

Gabriel fue el primero en hablar.

—¿Leíste la nota?

Sofía levantó la vista. Lo miró con firmeza, aunque por dentro el corazón le latía con fuerza.

—Sí. La leí.

—¿Y?

—Y nada. Es una reflexión interesante. Supongo que parte de tu proceso creativo.

Gabriel la observó en silencio. No discutió. No corrigió. Solo la miró.

Sofía se sintió expuesta. No por sus palabras, sino por la forma en que él la miraba. No a los ojos. A los labios.

Y entonces lo supo.

Gabriel quería besarla. No lo decía. No lo insinuaba. Pero lo deseaba. Y ella también.

Intentó mantener la postura. Se inclinó hacia el manuscrito, fingiendo concentración.

—¿Empezamos con el capítulo nuevo?

Gabriel no respondió de inmediato. Su mirada seguía fija en ella. En su boca. En el temblor apenas perceptible de sus manos.

Sofía tragó saliva. El aire se volvió más denso. Más lento.

—Gabriel… —dijo, sin saber qué iba a decir después.

Él sonrió. No con burla. Con reconocimiento.

—Claro. Empecemos.

Y abrió el cuaderno.

Pero el silencio que siguió no era profesional. Era el tipo de silencio que ocurre justo antes de que algo cambie.

El cuaderno estaba abierto, pero ninguno de los dos lo miraba.

Gabriel tenía los dedos apoyados sobre la hoja, como si el papel pudiera sostener lo que no se decía. Sofía fingía revisar una nota al margen, pero su atención estaba atrapada en el silencio que se había instalado entre ellos. No era incómodo. Era expectante.




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