Sofía no volvió a ser la misma después del beso. No porque algo hubiera cambiado afuera, sino porque algo se había movido adentro. Como si una hebra invisible se hubiera soltado de su centro y empezara a tejer otra versión de sí misma.
Gabriel seguía llegando cada mañana con su cuaderno, su voz serena, su forma de mirar que parecía leer más allá de las palabras. Y ella lo recibía con una sonrisa que ya no podía esconder lo que sentía. No lo decía. No lo nombraba. Pero lo vivía.
En los silencios. En los gestos. En la forma en que su cuerpo se inclinaba apenas hacia él cuando hablaba. En cómo sus pensamientos se desordenaban con solo verlo entrar.
Y él… él parecía corresponder. Pero no del mismo modo.
Gabriel era presencia. Era ternura. Era cuidado. Pero también era contención. Como si tuviera una puerta entreabierta que nunca terminaba de abrir. Como si el beso hubiera sido un permiso momentáneo, no una promesa.
Sofía lo notaba. En cómo la tocaba sin tocarla. En cómo la miraba sin quedarse. En cómo decía cosas que rozaban lo íntimo, pero luego cambiaba de tema como quien teme quedarse demasiado tiempo en un lugar vulnerable.
Una tarde, mientras revisaban el capítulo siete, Gabriel leyó una frase en voz alta:
—“Hay emociones que no se nombran porque al hacerlo se deshacen.”
Sofía lo miró. No por la frase. Por el tono. Por la pausa que hizo después. Por la forma en que sus ojos se perdieron en el papel como si estuviera hablando de sí mismo.
—¿Eso lo escribiste tú? —preguntó ella.
Gabriel asintió, sin levantar la vista.
—¿Y qué emoción se deshace si la nombras?
Él tardó en responder.
—La que no sabes si es compartida.
Sofía sintió que algo se quebraba en su pecho. No por dolor. Por reconocimiento.
Ella lo amaba. No lo había dicho. No lo había escrito. Pero lo sabía. Lo sentía en cada gesto, en cada pensamiento que lo incluía sin querer. Y sin embargo, no podía entregarse por completo. Porque él no lo hacía.
No por falta de afecto. Sino por miedo. O por límites que ella no conocía.
Esa noche, Sofía se quedó sola en la oficina. El manuscrito estaba sobre la mesa, pero no lo abrió. En cambio, tomó una hoja en blanco y empezó a escribir. No para él. Para ella.
“Me estoy deshaciendo. No por lo que me falta, sino por lo que no sé si puedo sostener. Lo amo. Lo sé. Pero no sé si él puede amarme con la misma intensidad. Y eso me detiene. Me confunde. Me rompe. Pero no puedo evitarlo. Porque hay cosas que no se eligen. Se cruzan. Como dos líneas que no deberían tocarse, pero lo hacen. Y en ese cruce, algo cambia. No en el texto. En quien lo escribe.”
Cuando terminó, dobló la hoja y la guardó en el cajón. No era una carta. Era una confesión. Una puntada suelta que aún no sabía si debía cerrar.
Al día siguiente, Gabriel llegó como siempre. Con su mirada que decía más de lo que él permitía.
Sofía lo recibió con una sonrisa distinta. No más alegre. Más consciente.
Porque ahora sabía que amar no era esperar reciprocidad perfecta. Era aceptar la asimetría. Y decidir si valía la pena seguir tejiendo, incluso si el otro aún no sabe cómo sostener la hebra.