Después del punto final

Capítulo XIV. La noche que no se dijo

La caminata de regreso fue silenciosa, pero no incómoda. Las palabras ya se habían dicho. Lo que quedaba era el eco, la respiración compartida, el roce de las manos que no se soltaban.

Sofía sentía el pulso acelerado. No por nervios. Por certeza. Por la sensación de que algo estaba por suceder, algo que no podía detenerse.

Al llegar a la entrada de su edificio, se detuvieron. Gabriel la miró con una intensidad distinta.

—Gracias por esta noche —dijo él, con voz baja.

Sofía sonrió sin responder. No hacía falta.

Gabriel se acercó. La besó. Esta vez sin contención. Sin pausa. Con la urgencia de quien ha esperado demasiado. Sofía respondió con la misma intensidad. El beso fue largo, profundo, como si ambos se reconocieran en él. Como si todo lo que habían evitado decir se dijera ahora, sin palabras.

— ¿Te gustaría pasar? — preguntó Sofía casi zurrando

Gabriel no dijo ni una palabra, en su lugar se acercó nuevamente a ella para besarla.

La llave tembló en la cerradura. Entraron sin hablar. La puerta se cerró detrás de ellos, pero lo que se abrió fue otra cosa. Un espacio distinto. Un tiempo suspendido. El departamento estaba en penumbra, apenas iluminado por la luz que entraba desde la calle. No encendieron nada. No lo necesitaban.

Sofía dejó las llaves sobre la mesa, pero no se alejó. Gabriel estaba detrás de ella, tan cerca que podía sentir su respiración en la nuca. No la tocaba aún, pero su presencia era una caricia en sí misma.

Ella se giró lentamente. Lo miró. Y lo vio como nunca antes: sin defensas, sin palabras, sin máscaras.

Gabriel levantó una mano y la apoyó en su mejilla. No dijo nada. Solo la sostuvo ahí, como si ese contacto fuera una forma de pedir permiso. Sofía cerró los ojos. Se inclinó hacia él. Y entonces, sin prisa, sus labios se encontraron.

El beso fue distinto. No urgente. No contenido. Fue profundo. Fue lento. Fue una conversación sin palabras. Una confesión que se decía con cada roce, con cada respiración compartida.

Las manos de Gabriel recorrieron su espalda con delicadeza, como si estuviera memorizando cada curva, cada latido. Sofía respondió con la misma entrega, deslizando sus dedos por su cuello, por sus hombros, por su pecho, como si buscara entender lo que él no había dicho.

No se apresuraron. Se desnudaron con calma, como quien se despoja de algo más que ropa. Cada prenda que caía al suelo era una barrera menos. Un miedo menos. Una historia que ya no necesitaba esconderse.

Cuando sus cuerpos se encontraron, no hubo torpeza. Solo reconocimiento. Como si se conocieran desde antes. Como si el deseo hubiera estado esperando este momento para volverse ternura.

Las caricias fueron largas, profundas, llenas de significado. Gabriel la miraba como si cada gesto fuera una pregunta, y Sofía respondía con la piel, con el temblor de sus dedos, con la forma en que se aferraba a él como si no quisiera volver a soltarse.

No hablaron. No hacía falta.

Porque en esa noche, todo lo que habían contenido se dijo sin palabras. En la forma en que se abrazaron. En cómo se buscaron una y otra vez. En cómo se quedaron juntos, respirando al mismo ritmo, como si el mundo se hubiera reducido a ese instante.

Y cuando finalmente se quedaron en silencio, envueltos en la intimidad compartida, Sofía apoyó la cabeza sobre el pecho de Gabriel. Escuchó su corazón. Sintió el suyo. Y supo que algo había cambiado.

No en el texto. En quien lo escribe.




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