La relación seguía. Las noches compartidas, los mensajes entre reuniones, los silencios que sabían a ternura. Pero también seguía el secreto. La discreción. El pacto tácito de no revelar nada.
Sofía lo aceptaba, pero no lo entendía.
Cada vez que Gabriel la tomaba de la mano en la intimidad, ella sentía que todo era real. Pero cada vez que pasaban uno junto al otro en la oficina sin mirarse, sin saludarse como algo más que colegas, algo dentro de ella se quebraba un poco.
No era que quisiera exhibirse. No era que buscara aprobación. Era que no quería esconderse. No quería sentir que su amor era algo que debía ocultarse como si fuera vergonzoso.
Una tarde, mientras tomaba café con Renata en su departamento, no pudo más.
—¿Te ha pasado alguna vez que estás con alguien y todo parece perfecto… pero hay algo que no termina de encajar?
Renata la miró con atención. Sofía no solía hablar así. No sin haberlo pensado mucho antes.
—¿Gabriel?
Sofía asintió.
—La relación sigue. Nos vemos, compartimos cosas, hablamos. Pero no quiere que nadie sepa. No quiere que lo digamos. No quiere que lo vivamos fuera de las paredes de mi casa.
Renata frunció el ceño.
—¿Y te ha dado alguna razón?
—Dice que no quiere complicaciones. Que el ambiente laboral. Que la gente habla. Pero todo suena a excusas. A miedo. Y yo… yo empiezo a sentirme sola. Como si estuviera viviendo algo que él no quiere vivir del todo.
Renata se acercó, le tomó la mano.
—Sofía, eso no es normal. No tiene nada de malo querer compartir lo que estás viviendo. No estás pidiendo una declaración pública. Solo estás pidiendo verdad. Y eso es legítimo.
Sofía bajó la mirada. Sus ojos se llenaron de una tristeza silenciosa.
—A veces siento que soy la única que está enamorada. Que él está conmigo, pero no quiere estar “conmigo”. No sé si me explico.
—Te explicas perfectamente. Y te entiendo. Porque cuando alguien te ama, no te esconde. No te borra. No te convierte en un paréntesis.
Las palabras de Renata se quedaron flotando en el aire. Sofía las sintió como una revelación. Como una confirmación de algo que ya sabía, pero no se atrevía a nombrar.
—No quiero presionarlo —dijo Sofía—. Pero tampoco quiero seguir fingiendo que esto me basta.
Renata asintió.
—Entonces no lo finjas. No te calles. No te borres. Si él no puede darte una razón clara, entonces mereces hacerle la pregunta que no quiere responder.
Esa noche, Sofía se quedó sola en su departamento, mirando el techo como si buscara respuestas en la textura de la oscuridad. Pensó en Gabriel. En sus gestos. En sus silencios. En la forma en que la miraba cuando estaban solos, y en cómo evitaba hacerlo cuando había otros cerca.
Y entonces lo supo: no quería seguir esperando.
Empezó a imaginar cómo sería decirlo. No con un anuncio. No con una escena. Solo con naturalidad. Con verdad. Con la libertad de tomar su mano en público. De sonreír sin miedo. De no tener que esconderse detrás de correos impersonales y saludos neutros.
Pensó en llegar a la oficina y saludarlo como lo haría con alguien que ama. Pensó en Renata, en cómo la miraría con complicidad. Pensó en no tener que inventar excusas cada vez que alguien preguntaba por sus fines de semana.
Pensó en vivir su amor sin sombras.
Y mientras el reloj avanzaba, la idea se fue apoderando de ella. No como una fantasía. Como un plan.
No sabía cómo reaccionaría Gabriel. No sabía si él estaba listo. Pero ella sí.
Porque amar también es elegir. Y Sofía estaba lista para elegir la luz.