Después del punto final

Capítulo XXI. Lo que se rompe en silencio

La noche había caído sin ruido. En el departamento de Sofía, todo estaba en calma: luces tenues, una copa de vino medio llena, y el penúltimo capítulo corregido de La casa sin ventanas sobre sus piernas.

Estaba sola. Y por primera vez en días, no le molestaba.

Leía despacio, como si cada palabra mereciera ser saboreada. La autora había logrado algo que Sofía no podía dejar de admirar: convertir el dolor en belleza. Cada escena parecía escrita desde una herida abierta, pero con una voz firme, casi serena. Como si narrar fuera la única forma de sobrevivir.

Sofía se detuvo en una frase que había subrayado antes: “Hay casas que no tienen ventanas porque nadie se atreve a mirar hacia dentro.” Cerró los ojos. La frase le dolía. Le hablaba. Le decía cosas que ella aún no se atrevía a decirse.

Pensó en la autora. En lo que debió vivir para escribir algo así. En cómo cada línea parecía una confesión disfrazada de ficción. Y sintió una necesidad profunda de conocerla. De decirle que desde aquella primera página se sintió menos sola. Que había algo en su voz que la había acompañado en los días más oscuros.

Suspiró. Bebió un sorbo de vino. Se dejó envolver por el silencio.

Entonces, el celular se iluminó.

Un mensaje.

“Hola Sofía. Tenemos que hablar.”

Era de Gabriel.

El corazón le dio un vuelco. No por el mensaje. Por el momento. Por el peso que esas palabras traían.

Sin pensarlo, lo llamó.

El teléfono sonó una vez. Dos. Tres.

—¿Gabriel? —dijo Sofía, apenas escuchó que alguien contestaba.

Pero la voz que respondió no era la de él.

—¿Sofía?

Era una mujer. Su tono era firme, contenido. Pero había algo en su voz que no encajaba. Algo que se sostenía con esfuerzo.

Sofía se quedó en silencio. El corazón empezó a latirle con fuerza.

—¿Quién habla?

—Solo quería confirmar que eras tú —respondió la mujer—. La editora. La que trabaja con Gabriel.

—¿Dónde está él? ¿Por qué estás respondiendo su teléfono? —insistió Sofía, con la voz tensa.

La mujer al otro lado del teléfono guardó silencio unos segundos. Luego habló, con una calma que dolía más que cualquier grito.

—Soy Irene —dijo finalmente—. La esposa de Gabriel.

Sofía se quedó inmóvil. El aire pareció desaparecer de la habitación.

—Y sé que tú y él han estado juntos desde hace tiempo

Las palabras no fueron acusatorias. Fueron tristes. Cansadas. Como si las hubiera repetido muchas veces en su cabeza antes de decirlas en voz alta.

Sofía no respondió. No pudo. Sintió cómo el corazón se le rompía en silencio, sin estruendo, como una grieta que se abre despacio pero sin remedio.

Todo empezó a encajar. Las evasivas. Las excusas. Las pausas incómodas cada vez que ella hablaba de hacer pública su relación. La última vez que discutieron, él le pidió tiempo. “Solo unos días más”, le dijo.

Ahora entendía por qué.

Gabriel no era un hombre libre. Nunca lo había sido. Y le había mentido todo el tiempo.

El manuscrito tembló entre sus manos. La frase subrayada parecía mirarla desde el papel:

“Hay casas que no tienen ventanas porque nadie se atreve a mirar hacia dentro.”

Sofía no supo qué hacer, solo colgó la llamada y se quedó sentada en el sillón con las palabras de Irene dando vueltas en su cabeza.




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