Después del punto final

Capítulo XXII. Lo que se sostiene en silencio

Sofía llegó puntual a la sala de juntas. Vestía con sobriedad, el cabello recogido con precisión, y una expresión serena que no dejaba entrever nada. Saludó con cortesía, se sentó en su lugar habitual y abrió su libreta como si la noche anterior no hubiese existido.

Renata la observó con discreción. Gabriel también. La señora Altamirano, como siempre, entró con paso firme y voz clara.

—Bien, vamos a comenzar. La autora J. Vega llegará en menos de dos semanas. Luz de Tinta está entusiasmada con el manuscrito, y quieren que todo esté listo para recibirla como merece.

Sofía asentía, tomaba notas, hacía preguntas pertinentes. Pero había algo en su tono. Una pausa más larga entre frases. Una mirada que no se sostenía demasiado. Una tristeza que no gritaba, pero que se sentía.

Nadie lo mencionó. Nadie lo nombró. Pero todos lo notaron.

—Sofía —dijo la señora Altamirano, mirándola con atención—. Tú serás la encargada de recibir y atender a la autora. Quiero que te prepares. Luz de Tinta está muy interesada en ti, y quiero que J. Vega lo note.

Sofía levantó la vista. Sonrió con discreción.

—Será un honor.

La reunión continuó entre fechas, logística y propuestas editoriales. Gabriel hablaba poco. Renata intervenía con precisión. Pero el aire estaba cargado de algo que no se decía.

Al final, cuando todos comenzaron a recoger sus cosas, Renata se acercó a Sofía.

—¿Estás bien?

Sofía guardó su libreta con calma.

—No quiero hablar de eso ahora.

Renata iba a insistir, pero Gabriel se acercó.

—Sofía, ¿podemos hablar un momento? En mi oficina.

Sofía lo miró. No con enojo. Con una firmeza que no dejaba espacio.

—No —respondió, y tomó a Renata del brazo—. Necesito estar con alguien que no me mienta.

Renata la siguió sin decir nada. Salieron juntas del salón, dejando a Gabriel solo, con la puerta abierta y las palabras atrapadas en la garganta.

Ya en un rincón más privado, Sofía se detuvo. Respiró hondo. Y habló.

—Anoche recibí una llamada. Era una mujer. Irene. La esposa de Gabriel.

Renata se quedó en silencio. No por sorpresa. Por respeto.

—Me dijo que sabía lo nuestro. Que él y yo hemos estado juntos como si ella no existiera. Y yo… yo no sabía. No tenía idea. Me mintió todo este tiempo.

La voz de Sofía se quebró. Esta vez no se contuvo. Las lágrimas comenzaron a caer, primero despacio, luego sin freno. Se cubrió el rostro con las manos, como si quisiera esconderse del mundo, de sí misma, de la verdad.

—Me siento tan estúpida, Renata. Tan ingenua. Yo confié en él. Le creí cada palabra. Cada excusa. Pensé que tenía miedo de amar. Pero no. Tenía miedo de ser descubierto.

Renata la abrazó sin decir nada. La sostuvo con fuerza, con ternura, con la paciencia de quien sabe que el dolor necesita espacio.

—No eres estúpida —susurró—. Eres valiente. Porque amaste sin reservas. Porque creíste en algo que parecía real. Y eso no es debilidad. Es humanidad.

Sofía se aferró a ella como si fuera el único lugar seguro.

——Me duele tanto. No solo por lo que hizo. Me duele porque yo lo amaba. Porque aún lo amo. Y no sé qué hacer con eso.

—Haz lo que él no hizo —dijo Renata—. Sé honesta contigo. No te traiciones. No te escondas. Llora lo que tengas que llorar. Y luego, cuando estés lista, decide cómo quieres seguir.

Sofía se separó apenas, la miró con los ojos enrojecidos.

—¿Cómo se sigue después de algo así? ¿Cómo se vuelve a confiar?

Renata le acarició el cabello.

—No se vuelve. Se empieza de nuevo. Con más cuidado. Con más fuerza. Con más verdad.

Sofía bajó la mirada. El silencio entre ellas era cálido, necesario.

—Todo lo que me dijo… cada vez que me pedía tiempo… ahora entiendo. No era miedo. Era mentira. Él no era un hombre libre. Nunca lo fue. Y yo fui la otra sin saberlo.

—Y eso no es tu culpa —dijo Renata, firme—. Él eligió mentir. Tú elegiste amar. No confundas sus decisiones con las tuyas.

Sofía cerró los ojos. Se dejó sostener. Por primera vez en días, no fingió. Y en ese abrazo, algo empezó a cambiar. No el dolor. Pero sí la forma de enfrentarlo.

El silencio que siguió no fue incómodo. Fue necesario.
Cuando Sofía se separó, lo hizo con una lentitud que no era duda, sino respeto por lo que acababa de soltar.

Miró por la ventana. Afuera, la ciudad seguía, todo era igual pero distinto al mismo tiempo. Gabriel ya no estaría en su vida. Y aunque no había gritos ni despedidas, Sofía supo que ese era el punto final. No el que se escribe con rabia. El que se escribe con dolor. Con aceptación.




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