Los días previos a la llegada de J. Vega fueron intensos. Sofía se sumergió por completo en la preparación: revisó cada corrección, organizó la logística de la visita, afinó detalles con la editorial y mantuvo una compostura impecable.
Pero detrás de esa eficiencia, había una estrategia: evitar a Gabriel a toda costa.
Él lo intentó. En los pasillos, en la sala de edición, incluso por correo. Siempre con el mismo gesto: una mirada que pedía hablar, una voz que buscaba acercarse. Pero Sofía lo esquivaba con elegancia. Con firmeza. Con una herida que aún sangraba.
Renata lo notaba. No decía nada, pero estaba atenta. Sabía que Sofía se sostenía con trabajo, con silencio, con dignidad.
Y así pasaron los días. Hasta que llegó la mañana en que recibirían a J. Vega.
La sala de juntas estaba lista. Sofía llegó temprano, con su carpeta en mano y el corazón en calma aparente. Gabriel ya estaba allí, esperando junto a la mesa. Esta vez, no dejó pasar la oportunidad.
—Sofía —dijo, apenas ella entró—. Por favor, escúchame.
Ella no respondió. Se sentó, abrió su carpeta y fingió revisar los documentos.
—Sé que no tengo derecho a pedirte nada —continuó él—. Pero necesito que sepas que no fue mi intención herirte. Cuando te pedí tiempo, era porque estaba terminando mi relación con Irene. No quería que tú fueras parte de ese caos. Quería hacerlo bien. Pero fallé.
Sofía levantó la vista. Lo miró con una mezcla de incredulidad y contención.
—¿Y pensaste que mentirme era hacerlo bien?
Gabriel bajó la mirada.
—No quería perderte. Pero tampoco sabía cómo enfrentar lo que había construido mal. Me equivoqué. Y lo sé.
—No quiero hablar de esto —dijo Sofía, cerrando la carpeta—. No ahora. No aquí. No contigo.
Justo en ese momento, Renata entró. Vio la escena. La tensión. La incomodidad.
—Gabriel —dijo, colocándose entre él y Sofía—. Déjala en paz. Este no es el lugar ni el momento para hablar de eso.
Gabriel quiso responder, pero se detuvo. Renata lo miraba con una firmeza que no dejaba espacio para réplica.
Unos segundos después, la puerta se abrió de nuevo. La señora Altamirano entró con paso decidido, seguida por un joven que captó de inmediato la atención de todos.
Alto, de mirada profunda y sonrisa serena, vestía con una elegancia discreta que no buscaba impresionar, pero lo lograba. Su presencia era magnética, sin esfuerzo.
Renata se quedó en silencio, sorprendida. Sofía lo miró con curiosidad, como si algo en él rompiera el aire denso que había llenado la sala. Cuando se sentó frente a ella, su mirada se sostuvo. Firme. Directa, imposible de ignorar.
Sofía sintió cómo el corazón se le aceleraba. Bajó la vista. Volvió a levantarla. Y ahí seguía él, mirándola como si ya la conociera.Se puso extremadamente nerviosa. No por timidez. Por algo más profundo. Por una atracción que no esperaba. Por una energía que la descolocaba.
Gabriel lo notó. Lo sintió como un golpe. Observó el cruce de miradas, la tensión sutil, la forma en que Sofía se movía en su asiento. Y los celos lo carcomieron por dentro. No dijo nada. Pero su mandíbula se tensó. Su mirada se endureció.
La señora Altamirano tomó la palabra.
—Gracias por estar aquí. Antes de comenzar, quiero presentarles a quien nos ha reunido hoy. Él es el autor de La casa sin ventanas, la voz detrás de cada página que han editado con tanto cuidado.
— ¿Él? —Un murmullo recorrió la sala.
Renata frunció el ceño. Sofía parpadeó. Gabriel se inclinó hacia adelante, como si no hubiera escuchado bien.
—Les presento a Javier Vega —dijo Altamirano con una sonrisa contenida.
El joven asintió con cortesía
—Un gusto conocerlos —dijo, con una voz grave y pausada que parecía envolver la sala.
El silencio en la sala se volvió más denso, como si todos intentaran procesar lo que acababan de escuchar.
J. Vega no era una mujer, era ese hombre que ahora los miraba con serenidad, con una elegancia que no necesitaba adornos. Sofía se quedó muy sorprendida y a la vez cautivada. Durante meses, habían editado sus páginas con la imagen de una autora introspectiva, quizás reservada, alguien que escribía desde la herida con una voz femenina. Y ahora, esa voz tenía rostro. Tenía presencia. Tenía ojos grises y profundos que no se apartaban de ella.
Renata se inclinó hacia ella, apenas un susurro.
—¿Es él? ¿Ese es J. Vega? Dios mío… está…
No terminó la frase. No hizo falta.
Sofía asintió con una sonrisa breve, casi forzada.
—Lo sé —murmuró, sin mirarla.
Porque no podía apartar la vista de él. Porque algo en su pecho se había encendido, y no sabía cómo apagarlo sin que se notara.
Javier saludó con cortesía a todos los presentes, haciendo una pausa inusual cuando saludó a Sofía. Ella respondió el saludo cortésmente y después se obligó a mirar sus notas, a fingir concentración. Pero su cuerpo la traicionaba: los dedos temblaban apenas, la respiración se volvía más superficial, y cada vez que levantaba la vista, él estaba ahí.